Treinta y siete días: cuando madura la madre, no el niño

Treinta y siete y un día: cuando no madura la hija, sino la madre

Me desperté antes que el despertador. Afuera, un silencio gris y pesado, como si alguien hubiera arrojado un trapo húmedo sobre la ciudad. El aire estaba inmóvil, frío, hasta las paredes de mi piso parecían contener la respiración. Yo también dejé de respirar. Me quedé tumbada, con la sensación de que algo había cambiado. Algo importante, aunque aún no supiera qué.

Cogí el móvil casi por inercia. Las 06:04. Una notificación. Lucía. La abrí.
«Buenos días, mamá. Me he ido con Adrián a Sevilla. Por favor, no me busques. Te llamaré.»

Nada más. Ni un «te quiero», ni un «perdón», ni un emoji. Frío, como un recibo de cajero. Como un aviso de que la cuenta se había cerrado—la cuenta de mi maternidad.

Lo releí. Diez veces. No porque no lo entendiera. Era como si cada repetición pudiera devolverme el tiempo atrás. El corazón me ardía, como si alguien lo apretase despacio desde dentro, con dedos envueltos en un paño helado.

Lucía. Diecisiete años. Último curso de instituto. La chica que leía a Lorca, hacía torrijas en verano, odiaba las berenjenas y llevaba siempre una goma negra en la muñeca. Reía con los ojos. Su silencio era cálido, nunca incómodo. Todo eso existía. Ahora, ya no.

Fui a la cocina. Me quedé frente a la mesa, descalza, con la bata vieja y el móvil en la mano. No encendí el hervidor. Me senté. Me levanté. Volví a sentarme. Todo sin pensar, como si mi cuerpo se moviera por inercia. ¿Llamar? ¿A quién? No tenía el número de él. Solo un comentario suyo: «Adrián, el de biología». En Instagram, un perfil vacío, con una foto de un zorro. Eso—el zorro—me pareció lo más aterrador.

Entré en su habitación. La manta desordenada, una nota en el escritorio:
«Mamá, no soy mala. Pero no puedo seguir siendo la niña perfecta. Te quiero. A mi manera.»

Esa frase—«a mi manera»—fue un disparo. Justo ahí, donde duele para siempre.

Criamos a los hijos como podemos. Les protegemos—de los resfriados, de las malas compañías, de los corazones rotos. Hacemos sopas, revisamos sus deberes, les compramos abrigos un poco grandes. Pero no nos damos cuenta de que, un día, lo importante ya no es «que no coja frío», sino simplemente «que siga viva». Que vuelva. Como sea. Cualquiera que sea.

Fui al trabajo. Contabilidad. En el autobús, miraba por la ventana sin ver las calles. En la oficina, era el cumpleaños de Marta. Treinta y siete. Yo los cumplí ayer. Sin globos, sin felicitaciones, sin pastel. Solo una botella de vino barato y un libro que nunca terminé.

Por la noche, en casa. No encendí la luz. Me senté en el alféizar, me envolví en una manta y observé las ventanas ajenas. En una, parpadeaba la televisión. En otra, sonaba una cuchara contra el plato. Alguien tenía vida. Yo solo tenía un silencio que resonaba.

Al día siguiente, sonó el teléfono.
—Mamá…
—¿Dónde estás?
—Ya te lo dije. Estamos en Sevilla. En casa de la abuela de Adrián. Estoy bien, no estoy en la calle.
—Vuelve. Por favor.
—Ahora no puedo.
—No sé qué hacer…

Silencio. Luego:
—Mamá, ¿tú eres feliz?

La pregunta me golpeó en el estómago. No supe qué responder. Al final, susurré:
—No lo sé. ¿Y tú?
—Quiero descubrirlo. Saber quién soy cuando no tengo que ser perfecta.

Más silencio. Luego, el tono de llamada cortada.

No dormí en toda la noche. Me senté en la cocina, revisé nuestros mensajes, las fotos. Entre marzo y junio, algo se rompió. Y ni siquiera lo noté. Informes, días de baja, exámenes, reformas, un sofá a plazos. Todo «para ella». Todo inútil.

A la semana, volvió. Sin súplicas. Sin lágrimas. Entró, colgó la chaqueta, dejó la mochila en un rincón y preguntó:
—¿Puedo quedarme un tiempo?

Asentí sin hablar. Me acerqué. La abracé. Por primera vez, no pregunté nada.

Estuvimos en silencio. Diez minutos. Luego, dijo en voz baja:
—Te quiero. Ahora entiendo que ha sido duro para ti. Pero aun así quiero irme. No huir. Solo vivir. A mi manera. ¿Puedo?

Puede.

Pasó un año. Lucía alquila una habitación en Córdoba. Trabaja en una cafetería. Estudia diseño. Viene los fines de semana. Comemos magdalenas, discutimos sobre películas, charlamos. A veces nos peleamos, pero ahora, al menos, nos escuchamos.

Treinta y siete y un día. Ahí empezó su vida adulta. Y la mía. También.

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