«A mi marido le faltan pocos meses para cumplir treinta y sigue bajo el ala de su madre… Y esto está destrozando nuestra familia»
Cuando nos casamos con Javier, no teníamos piso propio ni recursos para alquilar. Sus padres, con buena posición, viven en un ático amplio en Valencia y nos ofrecieron quedarnos con ellos al principio. Entonces me pareció sensato: mi suegra siempre fue amable, y con mi suegro, la relación era cordial.
Luego nació nuestra hija Lucía. Y todo empezó a torcerse. Poco a poco. Sin estridencias, como un veneno lento. Ahora lo sé: vivir con los padres de tu esposo no es ayuda, es una trampa. Sobre todo si él es el «niñito» mimado, con treinta años a cuestas, que no encuentra sus calcetines sin que su madre se los señale.
Javier es cirujano. Trabaja de madrugada, en turnos interminables. Lo respeto. Pero lo que me ahoga es su indiferencia hacia Lucía. No comparte tiempo con ella. Ni los domingos. Prefiere encerrarse en el estudio, revisar el móvil o inventar gestiones antes que acunarla, jugar o darle el biberón.
Cuando le pido algo básico —comprar leche, cuidar a la niña mientras me ducho—, se gira hacia su madre:
—Mamá, ¿puedes hacerlo, por favor?…
Y ella, como si fuera su obligación, acude corriendo:
—Claro, hijo, tú descansa, que vienes rendido del hospital…
Él está rendido. Yo, al parecer, no. Aunque despierto cada noche cuando Llora Lucía, la alimento, paseo, lavo, cocino, limpio. Y él ni la oye. Porque duerme en otra habitación. Porque «el ruido le altera». Y cuando gruñe sin abrir los ojos:
—¡Haz que se calle de una vez!—, me muerdo los labios para no gritar de rabia.
Callo. Por la niña. Porque ya no tengo fuerzas para discutir.
Lo peor no es su pasividad. Es cómo mi suegra justifica todo. Para ella, Javier es un santo: padre ejemplar, marido entregado. «¡Trabaja tanto! ¡Debes comprenderle!». De mí, ni una palabra. Como si fuera la asistenta de su nieta.
Intenté hablar con ella, razonar:
—María Dolores, si no acudiera cada vez que él chasquea los dedos, aprendería a responsabilizarse.
—Qué cosas dices —replica ofendida—, ¡es un hombre de oro! Tú no sabes valorarlo.
La miro y no reconozco a la mujer que admiraba. Ahora veo a una madre que no suelta las riendas, impidiendo que su hijo crezca.
Y él no cambia. ¿Para qué? Le conviene: mamá resuelve, su mujer aguanta.
Estoy segura: si viviéramos solos desde el principio, sería distinto. Aunque fuera en un estudio minúsculo. Sin ayuda, pero sinceros. Repartiríamos tareas, aprenderíamos. Él sabría que ser familia es más que llevar un sueldo. Pero ahora… Ni entiende mi malestar.
Me siento invisible en esta casa. Como una intrusa, una cuidadora. Ellos son la familia verdadera: madre e hijo. Y Lucía, su muñeca.
No quiero esto. No puedo más. Estoy harta de verlo esquivar a su hija. De que mi suegra me usurpe. De diluirme sin que nadie me eche de menos.
La única salida es irnos. Alquilar un piso, aunque sea diminuto. Aunque cueste. Tendremos la oportunidad de ser un equipo, no «el niño de mamá» y su sombra.
Solo falta dar el paso. Decirle: «Nos mudamos». Y ver su respuesta. Si elige a su madre, confirmará que jamás estuvo listo para ser padre ni esposo.
Yo… Estoy preparada para luchar. Por mí. Por Lucía. Por una vida auténtica, sin mentiras ni «ayudas» que asfixian. Y lo haré. Muy pronto.