«A mi marido le faltan pocos meses para cumplir treinta y sigue bajo el ala de su madre… Y esto está destrozando nuestra familia»
Cuando Arturo y yo nos casamos, no teníamos piso propio ni recursos para alquilar. Sus padres, con buena posición económica, viven en un amplio ático en Sevilla y nos propusieron quedarnos con ellos temporalmente. En aquel momento me pareció sensato: mi suegra siempre se mostró amable, y con mi suegro tampoco había tensiones.
Todo cambió cuando nació nuestra hija Martina. Al principio fueron detalles sutiles, casi imperceptibles. Pero ahora lo veo claro: compartir techo con los padres de tu esposo no es ayuda, es una trampa. Sobre todo cuando tu marido es el «niño mimado» de la casa, un treintañero que aún no sabe dónde guarda la ropa interior si su madre no se lo indica.
Arturo es cirujano. Trabaja hasta altas horas y admiro su dedicación. Lo que me rompe es su indiferencia hacia Martina. Ni en sus días libres se acerca a ella. Prefiere encerrarse en el estudio, perderse en el móvil o inventar recados antes que sostenerla, jugar o simplemente mirarla.
Cuando le pido algo básico —comprar leche o vigilarla mientras me ducho—, gira hacia su madre con sonrisa de niño:
—Mamá, ¿podrías ocuparte?
Y ella, como si fuera su obligación, acude al instante:
—Claro, hijo, tú descansa. Llegas hecho polvo del hospital.
Él llega agotado. Yo, en cambio, madrugo cada noche con los llantos de Martina, cocino, limpio, plancho… Y él ni siquiera oye sus lloros. Porque duerme en otra habitación. Porque «el ruido le altera». Cuando gruñe sin abrir los ojos:
—¡Cállala de una vez! —, siento un nudo de rabia en la garganta.
Callo. Por la niña. Porque las discusiones ya no sirven.
Lo peor no es su pasividad. Es cómo mi suegra justifica todo. Para ella, Arturo es un santo: padre ejemplar, marido entregado. «¡Trabaja tanto! ¡Debes comprenderle!». De mí ni habla. Como si fuera la asistenta de su nieta.
Intenté razonar con ella:
—Ana López, si no acudiera cada vez que él chasquea los dedos, aprendería a responsabilizarse.
—¡Qué disparate! —replicó ofendida—. Tienes un hombre de oro. El problema es tu falta de mano izquierda.
La mujer que admiraba se ha convertido en una madre que ahoga a su hijo adulto, impidiéndole crecer.
Y él no pone remedio. ¿Para qué? Con mamá resolviendo problemas y una esposa que aguanta, ¿quién cambiaría?
Estoy segura: de haber vivido solos desde el principio, habríamos aprendido a ser equipo. A compartir tareas. A entender que una familia no se construye con nóminas, sino con presencia. Ahora ni siquiera entiende mi frustración.
Me siento intrusa en esta casa. Como una cuidadora temporal. Ellos son la verdadera familia: madre, hijo y la nieta-juguete.
No soporto más ver cómo rehúye a Martina. Cómo mi suegra me usurpa en cada gesto. Cómo me desvanezco sin que nadie lo note.
La solución es marcharnos. Alquilar aunque sea un estudio minúsculo. Será duro, pero tendremos la oportunidad de crear un hogar donde él sea compañero, no «el niño de mamá».
Solo falta dar el paso. Decirle: «Nos vamos». Y esperar su respuesta. Si elige a su madre, confirmará que jamás estuvo preparado para ser padre ni esposo.
Yo estoy lista. Por mí. Por Martina. Por vivir sin mentiras ni medias verdades. Lo haré. Muy pronto.