Tras la muerte de mi esposo, me alejé de su hijo; diez años después, descubrí una desgarradora verdad.

**Diario personal**

Aún recuerdo la mañana en que sonó el teléfono. Era un número del hospital. Mi corazón se encogió antes de responder.

“¿Señora López?” dijo la voz. “Lo siento. Su esposo, Francisco… no ha superado la noche.”

Mis piernas flaquearon. Solo el día anterior, me había besado la frente y prometió llegar a casa para cenar. Esperé horas esa noche, convenciéndome de que el tráfico o un cliente de última hora lo retenían. Nunca imaginé la muerte.

Pero lo que vino después fue un dolor distinto. Uno amargo y complicado.

Verás, Francisco tenía un hijo—David—de una relación anterior. Tenía 17 años cuando nos casamos, y aunque intenté ser amable, nunca conectamos. David visitaba de vez en cuando, pero siempre sentí que me despreciaba. Yo era más joven que Francisco, y su sonrisa tensa dejaba clara su opinión.

Aún así, Francisco lo adoraba. Eso bastaba para soportar su presencia.

Tras la muerte de Francisco, David apareció en mi puerta con una mochila.

“Mi madre me echó,” dijo. “¿Puedo quedarme aquí?”

Parpadeé. Tenía 38 años, recién viuda, con el corazón roto y problemas económicos. El seguro de vida aún no se había liquidado, y no tenía ingresos fijos. La casa era silenciosa, fría, un ataúd sin Francisco. No tenía espacio para un veinteañero hosco que apenas me dirigía la palabra.

“Lo siento, David,” dije, intentando mantener la voz firme. “No estoy para recibir huéspedes ahora.”

No discutió. Asintió una vez, con la mirada vacía. Y luego se dio la vuelta y se marchó.

Nunca volví a verlo.

La década siguiente fue un borrón. Vendí la casa. Me mudé a un piso más pequeño. Empecé a trabajar en una biblioteca. Construí una vida tranquila y humilde. Salí un par de veces, pero nadie pudo llenar el vacío de Francisco.

A veces me preguntaba por David. ¿Terminó sus estudios? ¿Encontró trabajo? Pero apartaba esos pensamientos. Era un adulto. No era mi responsabilidad.

Hasta que un día, diez años después, todo cambió.

Empezó con una carta.

Un sobre blanco, sin remitente. Dentro, una sola hoja.

“Quizá no me recuerde. Me llamo Marta. Fue trabajadora social de David López tras la muerte de su padre. Hablaba mucho de usted.”

“Quería que supiera que David falleció la semana pasada. Murió mientras dormía. Un fallo cardíaco. Solo tenía 37 años.”

“Tuvo una vida dura, pero nunca le culpó. Comprendía su dolor. Solo quise que lo supiera.”

Miré la carta durante horas. Mis manos temblaban. El corazón me latía con fuerza.

¿David había muerto?

Era tan joven. Tan lleno de vida, incluso en su silencio.

Y entonces llegó la culpa.

Una culpa aplastante, asfixiante.

No pude dormir. A la mañana siguiente, llamé a todos los números que podía. Encontré a Marta y le rogué que me contara más.

Fue amable. Hablaba suave. Accedió a vernos en una cafetería.

“Vivió en albergues un tiempo,” dijo. “Luego trabajó de conserje. Era callado. Nunca dio problemas. Llevaba una foto de su padre en la cartera.”

Parpadeé. “¿De Francisco?”

Asintió. “Decía que era el único que creyó en él. Nunca dejó de echarlo de menos.”

Tragué saliva.

“¿Y… de mí? ¿Dijo algo?”

Marta dudó. “Decía que deseaba que las cosas hubieran sido distintas. Pero no le culpaba. Dijo que el dolor hace cosas extrañas a la gente.”

Esa noche lloré como no lo hacía desde hacía años.

Una semana después, Marta llamó de nuevo.

“David dejó un pequeño trastero. No tenía mucho, pero… hay algo que debería ver.”

Conduje dos horas hasta allí.

El trastero era diminuto. Dentro había dos cajas, algunos libros y una mochila. La misma que llevó aquel día.

En la mochila, un cuaderno.

Me senté en el frío suelo de cemento y lo abrí.

**18 de agosto**
No me dejó quedarme. Lo entiendo. Acababa de perder a papá. Yo era un recordatorio andante.

**3 de septiembre**
Conseguí trabajo de limpieza nocturna. Nada glamuroso, pero es algo. Ahorro para un piso pequeño.

**25 de diciembre**
Primera Navidad sin papá. Dejé una flor frente a la casa antigua. Espero que ella esté bien.

**22 de marzo**
Aprobé la prueba de acceso. Pensé en escribirle. No quise molestar.

**9 de julio**
Ascendieron a supervisor. A veces imagino a papá orgulloso. Eso me mantiene en pie.

**4 de octubre**
Seguro que ha seguido adelante. Merece paz. Pero ojalá hubiéramos podido despedirnos.

Cuando llegué a la última página, las lágrimas habían empapado el papel.

¿Cómo pude ser tan ciega?

Creí que me protegía… pero al hacerlo, abandoné a alguien que Francisco amaba. Alguien que solo buscaba conexión.

Organicé un pequeño homenaje para David.

Una sencilla ceremonia en la iglesia local. Invité a Marta, a algunos compañeros de trabajo y a gente del albergue donde vivió. Dije unas palabras y leí fragmentos de su diario. Hubo lágrimas.

Había tocado más vidas de lo que imaginé.

Esa noche, en la cocina, sostenía el cuaderno.

“Lo siento, David,” susurré. “No lo sabía. Debí intentarlo.”

Ese momento no lo trajo de vuelta. Pero empezó algo nuevo.

La curación.

Unas semanas después, empecé a hacer voluntariado en un albergue juvenil. Escuché sus historias. Me aseguré de que nadie se sintiera fuera de lugar.

Era lo mínimo que podía hacer.

A veces sueño con Francisco y David.

Están juntos, riendo. David ya no es el joven callado que recuerdo. Brilla. Está completo.

Y en esos sueños, Francisco me mira y sonríe.

Como diciendo: “Descubriste la verdad. Y nunca es tarde para amar.”

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Tras la muerte de mi esposo, me alejé de su hijo; diez años después, descubrí una desgarradora verdad.