Aún recuerdo la mañana en que sonó el teléfono. Era un número del hospital. El corazón se me encogió antes de responder.
“¿Señora Delgado?” dijo la voz. “Lo siento. Su marido, Javier… no ha sobrevivido.”
Las rodillas me fallaron. Justo el día anterior, me había besado en la frente y prometido que volvería a tiempo para la cena. Esperé horas aquella noche, convenciéndome de que el tráfico o algún cliente de última hora lo habían retrasado. Nunca imaginé la muerte.
Pero lo que sucedió después fue otro tipo de dolor. Uno amargo y complicado.
Verán, Javier tenía un hijo—Alejandro—de una relación anterior. Tenía 17 años cuando nos casamos, y aunque intenté ser amable, nunca creamos un vínculo. Alejandro visitaba de vez en cuando, pero siempre sentí que me menospreciaba. Era más joven que Javier y notaba su juicio en cada sonrisa forzada.
Aún así, Javier lo quería. Eso bastaba para tolerar su presencia.
Después de que Javier muriera, Alejandro apareció en mi puerta con una mochila.
“Mi madre me echó de casa,” dijo. “¿Puedo quedarme aquí?”
Parpadeé. Tenía 38 años, recién viuda, destrozada y con problemas económicos. El seguro de vida de Javier aún no había llegado, y no tenía ingresos fijos. La casa estaba silenciosa, fría, y parecía un ataúd sin él. No tenía espacio para un veinteañero hosco que apenas me saludaba cuando venía.
“Lo siento, Alejandro,” dije, intentando controlar la voz. “No creo que pueda recibir invitados ahora.”
No discutió. Solo asintió, con la mirada vacía. Luego se dio la vuelta y se marchó.
Nunca volví a verlo.
La década siguiente fue un borrón. Vendí la casa. Me mudé a un piso más pequeño. Empecé a trabajar en una biblioteca. Construí una vida tranquila y modesta. Salí un par de veces, pero nadie pudo reemplazar a Javier.
A veces me preguntaba por Alejandro. ¿Terminó sus estudios? ¿Encontró trabajo? Pero apartaba esos pensamientos. Era adulto. No era mi responsabilidad.
Hasta que, diez años después, todo cambió.
Comenzó con una carta.
Un sobre blanco, sin remite. Dentro, una sola hoja.
“Quizá no me recuerde. Me llamo Lucía. Fui trabajadora social de Alejandro Delgado tras la muerte de su padre. Hablaba mucho de usted.”
“Quería que supiera que Alejandro falleció la semana pasada. Murió dormido. Un fallo cardíaco. Solo tenía 37 años.”
“Tuvo una vida difícil, pero siempre decía que no la culpaba. Entendía su dolor. Solo creí que debía saberlo.”
Miré la carta durante horas. Las manos me temblaban. El corazón se me aceleraba.
¿Alejandro había muerto?
Era tan joven. Tan lleno de vida, incluso en su silencio taciturno.
Y entonces… la culpa.
Aplastante, asfixiante.
No pude dormir. A la mañana siguiente, llamé a todos los números que encontré. Localicé a Lucía y le supliqué que me contara más.
Era amable. De voz suave. Accedió a verme en una cafetería.
“Vivió en albergues un tiempo,” dijo. “Luego trabajó de conserje. Era callado. Nunca daba problemas. Llevaba una foto de su marido en la cartera.”
Parpadeé. “¿De Javier?”
Asintió. “Decía que era el único que había creído en él. Nunca dejó de echarlo de menos.”
Me tragué las lágrimas.
“¿Y… de mí? ¿Dijo algo?”
Lucía dudó. “Dijo que ojalá las cosas hubieran sido diferentes. Pero no la culpaba. Decía que el dolor hace cosas raras a la gente.”
Esa noche lloré como no lo hacía desde hacía años.
Una semana después, Lucía llamó de nuevo.
“Alejandro dejó un pequeño trastero. No tenía mucho, pero… hay algo que debe ver.”
Conduje dos horas hasta allí.
El trastero era diminuto. Dentro había dos cajas, unos libros y una mochila. La misma que llevaba el día que lo rechacé.
Dentro de la mochila encontré un cuaderno.
Me senté en el frío suelo de cemento y lo abrí.
18 de agosto
No me dejó quedarme. Lo entiendo. Acababa de perder a papá. Yo era un recordatorio andante.
3 de septiembre
Conseguí un trabajo de limpieza nocturna. Nada glamuroso, pero estable. Estoy ahorrando para un piso pequeño.
25 de diciembre
Primera Navidad sin papá. Dejé una flor frente a la casa antigua. Espero que ella esté bien.
22 de marzo
Aprobé el graduado escolar. Pensé en escribirle. No quise molestar.
9 de julio
Me ascendieron a supervisor. A veces imagino a papá orgulloso de mí. Ese pensamiento me ayuda a seguir.
4 de octubre
Seguro que ella ha seguido adelante. Se merece paz. Pero ojalá hubiera podido despedirme.
Para cuando llegué a la última página, mis lágrimas habían empapado el papel.
¿Cómo pude estar tan ciega?
Creí que me protegía… pero al hacerlo, abandoné a alguien que mi marido amaba. Alguien que solo buscaba conexión.
Organicé un pequeño homenaje para Alejandro.
Una ceremonia sencilla en la iglesia local. Invité a Lucía, a algunos compañeros de trabajo y gente del albergue donde vivió. Dije unas palabras y leí fragmentos de su diario. Hubo lágrimas.
Había tocado más vidas de las que jamás imaginé.
Esa noche, en la cocina, sostuve el cuaderno.
“Lo siento, Alejandro,” susurré. “No lo sabía. Debí intentarlo.”
Ese momento no lo trajo de vuelta. Pero inició algo nuevo.
La curación.
Unas semanas después, empecé a colaborar en un albergue juvenil. Escuché sus historias. Me aseguré de que nadie se sintiera solo.
Era lo mínimo que podía hacer.
A veces sueño con Javier y Alejandro.
Están juntos, riendo. Alejandro ya no es el joven reservado que recuerdo. Brilla. Está iluminado.
Y en esos sueños, Javier me mira y sonríe.
Como diciendo: “Descubriste la verdad. Y nunca es tarde para amar.”