Tras el funeral de mi marido, mi hijo me llevó a las afueras de la ciudad y me dijo: “Aquí te bajas, mamá. Ya no podemos mantenerte”.
Pero yo guardaba un secreto desde hacía años, un secreto que mi ingrato hijo acabaría lamentando.
El día del entierro de mi esposo, lloviznaba. El pequeño paraguas negro no bastaba para ocultar la soledad que me corroía el corazón. Temblaba mientras sujetaba el incienso y miraba la tumba recién abierta, la tierra aún húmeda.
Mi compañero de casi cuarenta años mi querido Federico ya no era más que un puñado de tierra fría.
Después del funeral, no tuve tiempo de entregarme al dolor.
Mi hijo mayor, Javier, en quien Federico había depositado total confianza, tomó las llaves sin dudar.
Años atrás, cuando Federico aún gozaba de salud, me había dicho:
“Envejecemos. Pongamos la escritura de la casa a nombre de Javier, que él se encargue”.
No me opuse ¿qué madre no ama a su hijo?
Así que la casa y el terreno pasaron a ser de Javier.
Al séptimo día del entierro, Javier me invitó a dar un paseo para despejarme.
No imaginé que ese paseo sería una puñalada trapera.
El coche se detuvo en las afueras del pueblo, cerca de una parada de autobús abandonada.
Javier dijo con voz gélida:
“Bájate aquí. Mi mujer y yo ya no podemos mantenerte. A partir de ahora, tendrás que arreglártelas sola”.
Mis oídos zumbaban, la vista se me nubló.
Creí haber oído mal.
Pero su mirada era firme, como si quisiera empujarme fuera del coche.
Me senté, aturdida, al borde de la carretera, junto a una pequeña tienda. Solo llevaba un bolso de tela con algo de ropa.
La casa donde había vivido, cuidado a mi esposo y criado a mis hijos ya no era mía. Estaba a su nombre. No tenía derecho a volver.
Dicen: “Cuando pierdes al marido, te quedan los hijos”, pero a veces es como si no los tuvieras.
Mi propio hijo me había arrinconado.
Sin embargo, Javier no sabía que no iba con las manos vacías.
En el bolsillo de mi blusa, guardaba siempre mi libreta de ahorros el dinero que Federico y yo habíamos acumulado toda la vida, decenas de millones de pesetas.
Lo habíamos escondido bien, sin contárselo a los hijos ni a nadie.
Un día, Federico me dijo:
“La gente solo es buena cuando tiene algo que perder”.
Ese día, decidí callar.
No supliqué, no revelé nada.
Quería ver cómo la vida trataría a Javier.
El primer día que me dejaron sola, me senté bajo el toldo de la tienda.
La dueña doña Carmen se apiadó y me ofreció una taza de té humeante.
Cuando le conté que había perdido a mi marido y que mis hijos me habían abandonado, suspiró hondo:
“Hoy en día, historias como la tuya, hija, hay muchas. Los hijos valoran más el dinero que el amor”.
Alquilé una habitación modesta, pagada con los intereses de mi libreta.
Fui prudente: nadie supo de mi fortuna.
Vivía con sencillez, vestía ropa gastada, compraba comida barata y pasaba desapercibida.
Algunas noches, encogida en mi catre de madera, añoraba mi antigua casa, el zumbido del ventilador, el olor a gazpacho que preparaba Federico.
La nostalgia dolía, pero me decía: mientras viva, debo seguir.
Me adapté a mi nueva vida.
De día, buscaba trabajo en el mercado: lavar verduras, cargar bultos, hacer paquetes.
El sueldo era bajo, pero no importaba.
Quería valerme por mí misma, sin depender de la lástima.
En el mercado me llamaban “la buena señora Isabel”.
Ignoraban que, al volver a mi cuarto, abría furtiva mi libreta antes de guardarla con cuidado.
Era mi secreto para sobrevivir.
Un día, me encontré con una vieja amiga doña Rosario, mi compañera de juventud.
Al verme en una habitación alquilada, le dije solo que mi esposo había muerto y que la vida era dura.
Se compadeció y me invitó a ayudar en su taberna.
Acepté.
El trabajo era duro, pero tenía techo y comida.
Eso me daba más motivos para guardar mi secreto.
Mientras, llegaban noticias de Javier.
Vivía con su mujer e hijos en una casa grande, había comprado un coche nuevo, pero se había aficionado al juego.
Un conocido susurró:
“Seguro que ya ha empeñado la escritura de la casa”.
El corazón se me encogió, pero decidí no buscarlo.
Él me había abandonado sin piedad en aquella parada.
No tenía nada más que decirle.
Una tarde, mientras limpiaba en la taberna, llegó un hombre extraño.
Iba bien vestido, pero con el rostro tenso.
Lo reconocí: un compañero de juergas de Javier.
Me miró y preguntó:
“¿Usted es la madre de Javier?”
Me detuve y asentí.
Se acercó, con voz urgente:
“Nos debe millones de pesetas. Ahora se esconde. Si aún le importa, sálvelo”.
Me quedé helada.
Él solo sonrió con amargura:
“Yo estoy arruinado, no puedo hacer nada”.
Se marchó, furioso. Pero me hizo pensar.
Lo amaba, pero estaba herida en lo más hondo.
Él, que me había abandonado sin remordimientos.
¿Era esto ahora el justo castigo? ¿Era justo?
Meses después, Javier vino a verme.
Estaba demacrado, los ojos enrojecidos.
Al verme, cayó de rodillas, con voz quebrada:
“Mamá, me equivoqué. He sido un miserable. Por favor, sálvame una vez más. Si no, mi familia está perdida”.
El corazón se me agitó.
Recordé las noches que lloré por él, el abandono que sufrí.
Pero también las palabras de Federico antes de morir:
“Pase lo que pase, sigue siendo nuestro hijo”.
Guardé silencio un largo rato.
Luego entré en la habitación y saqué la libreta de ahorros el dinero que mis padres me dejaron, decenas de millones de pesetas.
La puse frente a Javier y lo miré a los ojos, con voz serena:
“Esto es lo que mis padres me dejaron. Lo escondí porque temí que no lo respetaras.
Te lo doy ahora, pero recuerda: si vuelves a pisotear el amor de tu madre, por mucho dinero que tengas, jamás podrás caminar con dignidad”.
Javier tembló al tomar la libreta.
Lloró como un niño bajo la lluvia.
Sabía que quizá cambiaría, o quizá no.
Pero al menos, había cumplido mi última tarea como madre.
Y el secreto de ese dinero por fin había sido revelado, justo cuando debía serlo.