Tras el funeral de mi marido, mi hijo me dijo: ‘Bájate’, pero no tenía ni idea de lo que yo ya había hecho

Tras el funeral de mi marido, mi hijo me dijo: «Bájate del coche». Pero él no tenía ni idea de lo que yo ya había hecho.

Probablemente, una frase así te dejaría KO a menos que ya hayas perdido tanto que poco más te quiten. Así que, antes de que te acomodes, dale al *me gusta* y suscríbete, pero solo si de verdad te gusta lo que hago. Y, ya puestos, dime desde dónde me escuchas y qué hora es. A ver cuántos corazones siguen latiendo esta noche. Apaga las luces, pon el ventilador para que haga ruidito y empecemos. Me río.

Claro que me río. Creo que está de broma. Vamos, ¿quién hace eso? ¿Quién lleva a su madre, que acaba de enterrar a su padre hace seis días, hasta las afueras de Madrid y le suelta un «bájate»? Y yo, encima, con unas zapatillas viejas puestas.

Las zapatillas de mi Paco, para más señas. Me las he puesto todos los días desde el funeral. No me van bien. Nunca me fueron bien. Pero no podía calzarme unos zapatos de verdad. Todavía no.

«¿Estás de coña?», le digo. La voz me sale ligera, como si esto fuera un ensayo. Como si todavía estuviéramos jugando a fingir.

Entonces me mira. Y entonces lo sé. No parpadea, no titubea. Me tiende el bolso como si me diera las sobras del tupper. *La casa y la posada son mías ahora*, dice. *Laura ya está cambiando las cerraduras*.

Laura, su mujer, con su sonrisa de plástico y ese tono dulzón que convierte hasta un *hola* en un aviso. Parpadeo fuerte, por si acaso la carretera cambia, por si él se ríe y dice que ha sido un malententido, una broma de muy mal gusto. Pero no lo hace.

La puerta del coche ya está abierta. Mis zapatillas rozan la gravilla. Y antes de que pueda respirar, el coche da marcha atrás.

«Esto es de locos», digo. Ni siquiera me tiembla la voz. Está demasiado tranquila para eso. «No puedes hacer esto Soy tu madre, Javier».

No contesta. Solo dice, casi por encima del hombro: *Lo entenderás. Siempre lo haces*. Y se va. Sin maletas. Sin móvil. Sin plan. Solo un bolso, un abrigo y el ruido de los neumáticos sobre el asfalto mojado, alejándose como el humo de un cigarro.

No lloro. No todavía. Solo me quedo ahí. Espalda recta. Mirada fija. El viento huele a sal y a gasolina. La niebla me envuelve, suave pero pesada, como si intentara memorizar mi silueta. Veo las luces traseras del coche desaparecer. Y con ellas, cuarenta años de una vida que ayudé a construir.

Pero aquí está lo que mi hijo nunca entendió: él no me dejó sola. Me liberó.

Pensó que me descartaba. Pero lo que hizo fue abrir una puerta que no sabía que existía. Porque no tiene ni idea de lo que hice antes de que su padre muriera.

Enterramos a Paco solo seis días antes. Casi no recuerdo nada del funeral, excepto cómo la tierra se tragaba mis tacones y cómo Javier evitaba mirarme. Laura colgada de su brazo como una enredadera, ahogando un poste.

Recuerdo que se inclinó hacia el cura y susurró lo bastante alto para que yo lo oyera: *No está en sus cabales. Es el dolor. No toma decisiones racionales*. En ese momento, pensé que intentaba ser compasiva. Que sus intenciones eran buenas.

Pero ahora, plantada ahí en medio de la niebla, me doy cuenta de lo que fue en realidad: el primer movimiento de un golpe de estado. Paco le había confiado a Javier los papeles de la herencia. *No quiero cargar a mi hijo*, me decía. *Ya tiene bastante*.

Yo solo quería darle a Paco dignidad en sus últimas semanas. Pero entre formularios médicos y llamadas al seguro, algo más se coló. Algo con mi nombre. Algo falsificado.

Aún no sabía la magnitud, pero sabía lo suficiente para sentir el fuego creciendo en mi pecho. Esto no era solo traición. Era un robo. De todo. Mi marido. Mi casa. Mi voz.

La posada que Paco y yo levantamos desde cero, con las manos manchadas de pintura y muebles de segunda mano. El sitio que empezó con dos habitaciones, una placa eléctrica y un montón de esperanza.

Javier siempre fue listo. Demasiado. Incluso de niño, encontraba los resquicios. Pero esa astucia le salió colmillos cuando se juntó con Laura. Esa mujer podía convertir un *por favor* en un arma.

Empecé a caminar. No sabía adónde, solo sabía que no podía quedarme quieta. No en esa niebla. No con esas zapatillas. Las rodillas me dolían. La boca, seca. Pero caminé. Pasé árboles goteando. Vallas cubiertas de musgo. Los fantasmas de todo lo que solté para que mi hijo creciera.

Sobre el cuarto kilómetro, algo se posó en mí. Silencioso, pero firme. *Ellos creen que han ganado. Creen que soy débil. Desechable. Pero se olvidaron de algo*.

Todavía tengo el libro de cuentas de Paco. Todavía tengo la caja fuerte. Y, lo más importante, todavía tengo mi nombre en esa escritura. *No estoy muerta todavía*.

La niebla se pegaba a mí como sudor. Las piernas, ardiendo. La respiración, entrecortada. Pero no paré. No porque no estuviera cansada Dios, lo estaba, sino porque si me paraba, pensaría. Y si pensaba, me rompería.

Pasé bajo un cable eléctrico. Un cuervo me miró desde arriba, como si lo supiera. Como si lo entendiera.

Recordé las notas que metía en la fiambrera de Javier de pequeño. *Eres valiente. Eres bueno. Te quiero*. Le cortaba los bocadillos de jamón en forma de dinosaurios. Le leía cuatro cuentos cada noche. Hasta aprendí a trenzarle el pelo como un guerrero vikingo porque él quería.

Y ahora, era basura en el arcén. Ese niño que corría a mis brazos después de una pesadilla se había ido. Reemplazado por un hombre que me tiró como el cartón de leche vacío.

No sé cuántos kilómetros caminé. Seis, quizá. Pero cuando vi el letrero descolorido del *Ultramarinos de Lola*, las piernas casi me fallaron. Lola llevaba ese puesto desde que yo era una cría. Antes vendía caramelos de menta y periódicos. Ahora hacía cafés de lavanda y galletas para perros con forma de pato.

Abrí la puerta. El tintineo del timbre sonó fuerte. Lola me miró por encima de sus gafas. *Irene*, dijo, con la voz aguda de preocupación. *Pareces un fantasma*.

«Me siento como uno», contesté, con los labios demasiado fríos para sonreír.

No preguntó. Simplemente salió del mostrador y me abrazó antes de que pudiera protestar. *¿Qué coño ha pasado?*

Miré mis pies. «He caminado».

*¿Desde dónde?*

«Desde la rotonda».

Se quedó tiesa. *Eso son ocho kilómetros, Irene*.

«Seis y pico», murmuré.

Me sentó, me envolvió en una manta peluda y me puso una taza de café humeante en las manos. Olía a redención. *¿Dónde está Javier?*

La garganta se me cerró. Vacía. Helada.

*¿Qué quieres decir con que no está?*

No pude responder. No todavía.

No insistió. Solo dijo: *Descansa. Te hago un bocata*.

Y me quedé ahí, envuelta en amabilidad vieja, con los pies llenos

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Tras el funeral de mi marido, mi hijo me dijo: ‘Bájate’, pero no tenía ni idea de lo que yo ya había hecho