Tras el divorcio de mis padres, me despojaron de mi hogar: la historia de una hija expulsada y su reencuentro familiar años después en España

Le rogué, pero mi madre ni pestañeó, y con una rapidez asombrosa metió mis cosas en una mochila azul desteñida; después me dio unos cuantos euros arrugados y me empujó fuera del piso. Mi familia, aunque yo pensaba que era igual a cualquier otra de Madrid, se desmoronó como el chocolate caliente cuando menos lo esperas; vivíamos mi madre, mi padre, yo que me llamo Leocadia, y mi abuelo Raimundo, quien siempre olía a mandarina y vino tinto.

Mis padres parecían felices al principio, con tardes de café y partidas de mus; de pronto, una niebla extraña cubrió todo. Mi madre se dejó llevar por el sopor de la desidia, apenas salía del dormitorio, mientras mi padre perdió las llaves del alma en los brazos de una mujer que podría haber sido mi hermana mayor. Ella quedó embarazada enseguida, y mi madre, herida como la luna cortada, no pudo perdonarle aquel desliz. Papá se marchó de casa con prisas y maletas ligeras, sin mirar atrás ni una sola vez.

Ambos padres buscaron luz en nuevas esquinas, y en esas esquinas, yo no tenía sombra. El año que terminé segundo de la ESO, mi madre apareció con un muchacho lleno de pecas, casi de mi edad. Protesté, claro, como se protesta en los sueños, con gritos mudos y lágrimas de humo. Pronto me cansé de intentar ser vista, y me hice invisible entre las paredes, relacionándome con esa gente nocturna que ronda por los bares de Lavapiés. Empecé a beber, a reír demasiado alto, corté mi melena oscura y me la teñí de rosa chillón. Todo me daba igual, y eso era lo que me mantenía a flote.

Cuando terminé primero de bachillerato, después de una discusión que parecía un teatro absurdo, mi madre me lanzó a la acera, bajo el cielo sucio de Chamberí. Me dijo: Mira, Leocadia: ya eres una mujer, y como tu padre, también quiero mi propia felicidad. Coge tus cosas y vete a vivir con él. No encontraba otra salida que suplicar clemencia entre sollozos, pero ella seguía empaquetando mi existencia como si guardara ropa de otro invierno, antes de cerrarme la puerta con olor a sopa fría.

Fui corriendo al portal de mi padre, pero él me recibió sosteniendo una taza de café frío. Entiéndelo, hija, esta casa es de mi esposa y no te quiere aquí. Vuelve con tu madre, reconcíliate. Yo no puedo hacer nada, suspiró, antes de cerrar la puerta tan suavemente que me dolió más que un portazo.

Sin rumbo y con los zapatos llenos de polvo, compré un billete de tren en la estación de Chamartín, rumbo al norte, donde las casas parecen hechas de niebla. Entré en un instituto de formación profesional perdido entre las colinas, y tras graduarme, encontré trabajo en la cocina de un mesón, rodeada de cazuelas que murmuraban en castellano antiguo.

Como en los sueños donde cruza el amor disfrazado de tren de cercanías, conocí a un hombre bueno llamado Álvaro y me casé con él. Juntos compramos un piso pequeño, y cada noche encendíamos una vela para combatir la nostalgia. Álvaro, que había crecido en un orfanato de Toledo y nunca recibió el beso de una madre, insistía: Leocadia, debes perdonarles. Tú eres afortunada, tienes a tus padres aún. No quieras ser huérfana queriendo.

Yo aplazaba esa reconciliación, la escondía bajo la alfombra mental. Hasta que Álvaro me miró con ojos de vendimia y dijo: Tienes padres, tienes destino, pero eliges la orfandad por orgullo. Nadie es perfecto, todos nos equivocamos. Tienes que enfrentar a tus padres.

Viajamos juntos a la ciudad donde nací. Llamamos al timbre del bloque de pisos añil. Salieron mis padres, ambos con canas hilando el aire. Cuando mi madre me vio, cayó de rodillas en el recibidor y suplicó perdón con voz de agua. Yo, extrañamente calmada, entendí que ya les había perdonado tiempo atrás, sólo que no quería confesármelo.

Cruzamos el umbral; presenté a Álvaro, dije que esperábamos un hijo. Mis padres, entre lágrimas y abrazos torcidos, me contaron que la búsqueda de una hija perdida les hizo reencontrarse. Mi ausencia les había recordado cómo era ser uno sólo.

La segunda esposa de mi padre, al ver que él aún suspiraba por mi madre, le permitió marcharse. Poco después se casó con el hombre con el que engañaba a mi padre. Años después, un test de paternidad confirmó que aquel niño no era de papá, y toda la historia se replegó como las sábanas recién planchadas.

Ahora, mis padres viven bajo el mismo techo, desayunan juntos, yo revivo ese viejo sueño de adolescente: padre y madre, juntos, como si nunca nos hubiéramos separado. La vida, en su lógica absurda de sueño, nos devolvió todo lo que creí perdido.

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Tras el divorcio de mis padres, me despojaron de mi hogar: la historia de una hija expulsada y su reencuentro familiar años después en España