Hoy quiero contar una historia que marcó mi vida para siempre. Soy enfermera y, desde 1990, trabajé en el hospital materno de Barcelona. Los turnos eran agotadores, pero seguía adelante con un sueño: algún día, ser madre en esas mismas salas donde ayudaba a otras.
Mi embarazo transcurrió sin complicaciones. Todos los análisis indicaban que nuestra hija crecía sana. Mi marido, Javier, y yo preparamos su llegada con ilusión: compramos la cuna, ropita, todo para el día del alta. Mis suegros, especialmente mi suegro, hablaban sin parar de su nieta. “¿Qué tal va todo? ¿Cuándo nacerá?”, preguntaba cada día.
Nunca imaginamos que, tras el parto, todo cambiaría. Lo que creíamos seguro se desmoronaría, y el amor se pondría a prueba.
La niña nació rápido, pesando 2,9 kilos y midiendo 45 centímetros. Pequeña, pero fuerte. Al principio, todo parecía normal. La revisaron y me la devolvieron para amamantarla. Aunque apenas succionaba, seguí intentándolo. Una hora después, entraron dos médicos con miradas serias. Lo supe al instante: algo iba mal.
“Lucía, tu hija tiene síndrome de Down”, dijo el neonatólogo. “Eres profesional, sabes que es para toda la vida. Te sugerimos que firmes el rechazo. Eres joven, aún puedes tener otro bebé sano.”
El mundo se detuvo. Todo se volvió borroso, pero algo dentro de mí se aferró con fuerza: era mi hija. Mía. Y no la dejaría ir.
“Necesito hablar con mi marido”, susurré.
Cuando Javier llegó, lo repitieron: podíamos rechazarla. Él se acercó a la cuna, la miró y, con voz firme, dijo: “No firmaremos nada. Nos la llevamos a casa.”
La llamamos Alba, un nombre que brotó de mi corazón como un rayo de luz.
Tres días después, ingresó otra mujer en mi habitación. Tenía más de treinta años y era su quinto embarazo. “No me quedo con este bebé”, anunció al entrar. Cuando le dijeron que su niña también tenía síndrome de Down, ni parpadeó: “Firmen el rechazo. Y no pienso amamantarla.”
No pude evitarlo. Pedí permiso para alimentar a esa criaturita. Al tenerla en brazos, sentí su fragilidad, como si lo entendiera todo.
Llamé a Javier. Tras un silencio, dijo: “Si quieres, nos la llevamos también. Que Alba tenga una hermana.”
Volví a la jefa de planta. Nadie nos trató como locos. Al contrario, las enfermeras me abrazaron: “Eres una heroína.”
Esperamos una semana más hasta que cicatrizó el ombligo de la segunda niña. La llamamos Vega.
El día del alta fue el más feliz de nuestras vidas. Salimos con dos hijas: Alba en un cochecito, Vega en otro. Las dos nuestras. Las dos amadas.
Pero no todos compartieron nuestra alegría. Cuando contamos a nuestros padres que Vega era adoptada, su respuesta fue de hielo: “No contéis con nosotros. Habéis tomado vuestra decisión, así que arreglaos solos.”
Y así fue. Ni una llamada, ni un euro de ayuda. Estuvimos solos.
Fueron años duros: noches en vela, enfermedades, agotamiento. Pero valió la pena. Amamos a nuestras hijas como a nada en el mundo. Crecieron alegres, unidas, listas. A los seis años, ya reconocían el abecedario y trataban de leer. Tuvimos que mudarnos cerca de un colegio especial para que Alba tuviera más apoyo.
Con los años, mis padres y suegros entendieron su error. Poco a poco, volvieron. Las niñas adoraban sus visitas.
No guardamos rencor. Elegimos el amor, no el miedo. Y nunca, ni un segundo, nos arrepentimos.







