Tras sesenta años de matrimonio, descubrí que toda mi vida había sido una mentira.
Cuando mi esposa falleció después de seis décadas juntos, me di cuenta de que había vivido al lado de una mujer a la que, en realidad, nunca conocí.
Siempre creí que estaba felizmente casado con una mujer maravillosa que me amaba. Pero a los 82 años, comprendí que mi existencia entera había sido un engaño. No sabía nada de ella.
Carmen y yo nos habíamos casado cuando yo tenía 22 y ella apenas 20. Fue el amor de mi vida. Todo cambiò cuando sufrió un infarto y me dejó solo. La pérdida me destrozó.
Siempre quise ser padre, pero cuando llegó el momento, los médicos nos dijeron que Carmen no podía concebir. En aquella época, no existían tratamientos como la fecundación in vitro.
Le propusimos adoptar, pero ella se negó rotundamente. *”No podría querer al hijo de otra”*, me dijo. Casi fue nuestra única pelea en sesenta años. Al final, cedí. La amaba demasiado para insistir. En lugar de hijos, mimé a mis sobrinos, aunque a Carmen le costaba estar con ellos. Decía que le recordaban lo que nunca tendría.
Fue mi hermano pequeño, ya mayor, y sus hijos quienes me ayudaron cuando enviudé. Medio año después, decidí ordenar las cosas de Carmen. Entre sus prendas, en el armario, encontré una cajita con recuerdos: una flor mustia de su ramo de novia, fotos de nuestra luna de miel… y una carta.
Mi sobrino me la alcanzó. *”Esta debe ser de tus tiempos de galán, tío Antonio”*, bromeó. Pero yo nunca le había escrito cartas a Carmen; nunca estuvimos separados. Al ver el sobre, noté que estaba dirigido a mí, abierto, y la hoja envejecida por el tiempo.
Era de Lucía. Lucía Herrera, mi primer amor.
Estuve enamorado de ella hasta que la encontré besando a mi mejor amigo. Fue entonces que empecé a salir con Carmen, por despecho, aunque al final pareció el mejor giro de mi vida.
O eso creí.
Como me costaba leer, mi sobrino tomó la carta. *”Querido Antonio”*, decía el texto, escrito cincuenta y cinco años atrás, *”esto será un golpe, y debí habértelo dicho antes, pero no tuve valor. Ahora no me queda opción: tuvimos un hijo. Éramos jóvenes, y cuando supe que estaba embarazada, temí tu reacción.
Confié en Sergio, le pedí consejo para decírtelo… y fue cuando me declaró su amor y me besó. Tú entraste y, furioso, no quisiste escucharme.
Creí que con tiempo lo entenderías, pero a los tres meses ya te habías casado con otra. Decidí respetar tu nueva vida. Criaría a nuestro hijo sola. Pero ahora tengo cáncer, Antonio. Nuestro niño tiene casi seis años, y es un tesoro.
Te pido, por favor: ¿podrías criarlo con tu esposa? No tengo familia; mi madre murió el año pasado. Si no, lo enviarán a un orfanato. Los médicos dicen que tengo seis meses de vida. Llámame, por favor.
Con todo mi cariño, Lucía.”*
Las lágrimas me nublaron la vista. Carmen me había ocultado esto. Tuve un hijo, un niño que perdió a su madre y quedó solo en el mundo.
¿Cómo pudo callarlo? La carta llegó justo cuando hablábamos de adoptar. Recordé su amargura al hablar de *”hijos ajenos”*. Me robó la posibilidad de ser padre. Mi hijo, ahora en los sesenta, debió creer que lo abandoné. Lucía murió creyendo que los rechacé.
¿Fue celos? ¿O Carmen nunca quiso ser madre? Evitaba a los niños, decía que le dolían, pero tal vez era otra mentira.
La Carmen que amé jamás existió.
Mi sobrino se empeñó en encontrarlo. Tras buscar entre viejos conocidos, dio con un Antonio Herrera de la edad adecuada. Cuando lo contacté, él creía que lo había abandonado. Le mostré la carta y accedió a verme.
Vino con su hijo mayor, un joven llamado Pablo. Al verlo, reconocí los ojos de Lucía… pero también los míos. Hubo una conexión instantánea, como si ambos hubiéramos anhelado ese lazo.
Antonio y su familia me abrieron las puertas. Ahora tengo tres nietos, cinco nietos y un biznieto en camino. Mi nieta pequeña, Raquel, me dice que se llamará Antonio, como yo. Finalmente, tengo una familia.
¿Qué nos enseña esto?
Primero: podemos compartir la vida con alguien sin conocerla de verdad.
Segundo: nunca es tarde. A veces, lo mejor llega al final.