Hace diecinueve años, mi madre reaparecióahora quiere dinero y un techo.
Tenía diez años cuando comprendí que quienes te dan la vida no siempre se quedan. No fue una despedida lenta, ni un adiós entre lágrimas. Fue brutal.  
Un día, tenía un hogar en Madrid, una familia, unos padres. Al siguiente, me dejaron en un orfanato y se marcharon sin mirar atrás.
Sin explicación. Sin un último abrazo. Ni una sola promesa de que volverían.
Los primeros días, lloré. Las primeras semanas, esperé. Los primeros meses, aguardé.
Me decía que era un error, que volverían a buscarme. Me aferraba a la idea de que me querían y que tendrían una buena razón para abandonarme.
Pero nunca regresaron.
Con el tiempo, entendí que nadie vendría. Nadie se preguntaba dónde estaba, si comía lo suficiente, si pasaba frío por las noches.
El orfanato no era un lugar para ilusiones. Allí no se hablaba de amor ni de familia, se aprendía a sobrevivir. Vi a niños romperse bajo el peso del abandono, perder toda luz en sus ojos.
Pero yo me negué a hundirme.
Trabajé, estudié, construí mi futuro con mis propias manos. Juré que nunca más dependería de nadie.
Y lo logré.
Tras años de sacrificios, al fin tenía lo necesario. Un pequeño piso en Barcelona, un trabajo estable, un coche. Estaba solo, pero no necesitaba a nadie.
Creí haber enterrado el pasado. Pero el pasado tiene esa extraña costumbre de volver cuando menos lo esperas.
Una sombra del pasado
Todo comenzó una mañana cualquiera.  
Fui a por mi café a la cafetería del barrio, como siempre. El aroma del café recién molido flotaba en el aire, y el mundo parecía en calma.
Entonces la vi.
Una mujer estaba al otro lado de la calle. Me miraba fijamente, con una intensidad que me turbó.
Aparté la vista y seguí mi camino.
Pero al día siguiente, seguía allí.
Y al otro también.
La vi frente a mi edificio, inmóvil, vacilante, como si quisiera entrar pero no se atreviera.
Hasta que una tarde, por fin se acercó.
«Javier ¿Eres tú?»
Su voz temblaba, apenas un susurro.
Me giré, y por un segundo, el mundo se detuvo.
La reconocí al instante.
A pesar de los años, las arrugas marcadas en su rostro, los cabellos entrecanos, supe quién era.
Era ella.
Mi madre.
La mujer que me abandonó ahora quería quedarse
Empezó a hablar sin dejarme reaccionar. Su tono era agitado, como si temiera que me fuera antes de que terminara.  
Me contó cómo la vida la había maltratado, cómo mi padre empezó a beber, cómo lo perdieron todo.
Luego vino la petición que ya esperaba.
«No tengo a dónde ir ¿Puedo quedarme contigo?»
No tenía nada.
Ni dinero, ni casa, ni familia.
Y quería que la acogiera en mi vida.
Dijo que podía cuidarme, cocinar para mí, ser la madre que nunca fue.
Como si todo pudiera borrarse con una palabra.
Escuché. Vi las lágrimas bajar por sus mejillas.
Pero dentro de mí, no quedaba nada.
Ni rabia.
Ni compasión.
Solo un vacío inmenso.
La decisión que lo cambió todo
«Me abandonaste.» Mi voz era tranquila, pero fría. «Te fuiste y nunca volviste. ¿Por qué crees que tienes derecho a aparecer ahora?»  
Su mirada se oscureció, y sus hombros cayeron.
«Javier Cometí un error Tenía miedo Estaba perdida Pero eres mi hijo.»
Sonreí con amargura.
«Fui tu hijo hace diecinueve años. Hoy, solo soy un extraño para ti.»
Alargó la mano hacia mí, buscando contacto, esperanza.
Me aparté.
«Por favor No tengo a nadie más.»
Dudé. Un instante.
Quizá otro la habría dejado entrar.
Quizá otro habría creído sus palabras.
Pero yo no.
No con ella.
Ella tomó su decisión hace diecinueve años.
Ahora era mi turno.
«No me busques nunca más.»
No insistió.
Bajó la cabeza.
Luego se dio la vuelta y se alejó.
La vi desaparecer al final de la calle, esperando sentir algo.
Lo que fuera.
Pero no había nada.
Ni alivio.
Ni remordimiento.
Solo silencio.
Tal vez, si se hubiera quedado entonces, habría sido otra persona.
Tal vez habría sabido lo que es tener una familia.
Pero nunca lo sabré.
El pasado no puede cambiarse. ¿Pero el futuro?
Es mío.
Y elijo seguir adelante. Solo.







