Había una vez, en un pueblecito cercano a Salamanca, una familia que creía en la unidad y el amor inquebrantable. Pero a veces, la vida pone a prueba hasta los cimientos más sólidos.
—Ya no hay tiempo para discutir. Hay que decidir qué haremos con los estudios de Lucía. Al menos pagaremos el primer año. Es inteligente, podrá mejorar sus notas y luego optar a una beca —dijo Elena, cansada, mirando a su esposo.
Alejandro se encogió de hombros, como si el asunto no fuera con él.
—Ale, ¿me estás escuchando?
—Sí —gruñó, sin levantar la vista del móvil.
—Entonces tendremos que vender la moto. Un compañero del trabajo estaba interesado. Con ese dinero pagaremos su matrícula.
—No, Elena. La moto no se vende —cortó él, secamente, dejándola helada.
—¿Y eso por qué?
La respuesta fue un puñal al corazón.
Elena siempre había creído que la familia era un refugio, construido sobre la confianza y los acuerdos. Llevaban veintitrés años juntos, superando dificultades, levantando una casa en las afueras, criando a su hija. Pero últimamente, todo había cambiado. Alejandro estaba distante, irritable. Ella pensó que era por la muerte de su hermano Pablo, al que quería tanto.
Pablo había dejado viuda a Julia y un hijo, Dani. Elena y Alejandro les habían ayudado, incluso a costa de sus propias necesidades. Pero aquello fue la gota que colmó el vaso.
—Le prometí la moto a Dani —soltó Alejandro, sin rodeos.
—Espera… ¿Cómo pudiste? ¡Habíamos acordado venderla para Lucía! —El rostro de Elena se encendió de indignación.
—Nunca prometí nada —se defendió él, evasivo.
—¡Lo hablamos en familia cuando Lucía terminó el instituto! Eligió una carrera difícil, con notas altas…
—Entonces no sabía que Pablo moriría, que Dani se quedaría sin padre. Necesita apoyo.
—¿Y tu hija no? —Elena intentaba hacerle entrar en razón, pero él seguía callado, mirando al suelo.
Ella creyó que había cedido y se puso a organizar los papeles para la matrícula de Lucía. Los días pasaron entre trámites y llamadas.
Una tarde, mientras ponía la mesa, el teléfono sonó. Era Julia.
—Elena, ¡muchísimas gracias por el regalo! —la voz de la viuda rebosaba alegría.
—¿Qué regalo? —preguntó Elena, confundida.
—¡La moto! Ale se la ha dado a Dani. Deberías ver lo feliz que está. Soñaba con tener una desde pequeño, Pablo le prometió una para su mayoría de edad. Pero después de su muerte… ¿de dónde íbamos a sacar el dinero? ¡Y Ale le ha cumplido el sueño! Gracias a los dos.
El corazón de Elena se encogió.
—¿Estás diciendo que nuestra moto está en tu casa?
—Sí, Elena. Ale se la regaló a Dani. ¿No lo sabías?
Elena calló, incapaz de articular palabra. Aquella moto la habían comprado juntos hacía tres años, con sus ahorros. Ella aceptó con una condición: si algún día necesitaban dinero para Lucía, la venderían.
Recordó la conversación con su hija días atrás:
—Mamá, ya lo tengo todo listo. Hay que pagar el anticipo.
—Claro, cariño. Tu padre y yo lo tenemos decidido. Mañana viene un comprador a ver la moto…
Ahora esas palabras sonaban a burla.
—Bueno, veo que estás ocupada —dijo Julia antes de colgar.
Cuando Alejandro entró en casa, Elena estaba sentada en el sofá, aferrada al teléfono.
—Ale, me ha llamado Julia. ¿Es verdad? ¿Le diste nuestra moto?
Él se detuvo, luego asintió con gesto torpe.
—Sí. ¿Y qué?
—¿Cómo que «y qué»? ¿Regalaste la moto sin consultarme? ¿A escondidas?
—Elena, basta. Es mi moto.
—¡Nuestra, Alejandro! La compramos juntos, con la promesa de venderla si Lucía lo necesitaba.
—¡Siempre con lo mismo! —rugió él—. ¿No lo entiendes? No tengo un hijo. Solo me diste una hija. Dani es un chico de verdad. Le prometí a Pablo cuidarle como si fuera mío.
—¿En serio? —la voz de Elena tembló—. ¿Lucía no es tu sangre? ¿No es tu familia?
Un ruido en el pasillo. Lucía estaba en la puerta, pálida, los ojos llenos de lágrimas.
—Podrías haberme ayudado a mí, pero elegiste a tu sobrino —sus palabras temblaban.
—Los estudios no son lo importante —murmuró él—. Puedes optar a una beca, cambiar de carrera. ¿Qué más da? A Dani nadie le va a regalar una moto.
—Para ti no soy nadie —susurró Lucía antes de dar media vuelta y encerrarse en su habitación.
—¡Mira lo que has hecho! —Elena apenas contenía la rabia.
—Elena, estoy harto. Nunca estás contenta. Perdí a mi hermano, Dani a su padre. ¿No lo comprendes?
—Y tú, parece, perdiste a tu hija —respondió ella, fría.
En los últimos meses, Elena había notado cómo Alejandro se alejaba. Llegaba tarde, era evasivo, visitaba a Julia con frecuencia.
—Solo la apoyo, está sola —decía él—. Dani quería ayuda con la moto, estudia mecánica, le gusta el motor.
Elena misma había ayudado a Julia: con los trámites, el duelo, los funerales. Creía que Alejandro lo valoraba, pero él la acusaba de egoísmo cada vez que se quejaba de su atención hacia Dani.
Julia, en cambio, siempre lo esperaba. Le preparaba la cena, hablaban de Pablo. En su casa, Alejandro se sentía útil, a diferencia del suyo, donde solo recibía reproches.
—Sabes que siempre he estado más cerca de ti que Elena —le susurró Julia una vez, mirándole a los ojos.
Alejandro calló, pero sus palabras calaron hondo.
—Ella nunca está contenta contigo. Y yo te entiendo. Los dos perdimos a Pablo, pero para ella eso no importa.
Dudó mucho, pero una noche se quedó en casa de Julia, mintiendo a Elena sobre una tubería rota. Ella lo creyó.
La verdad salió a la luz por casualidad. Elena vio los mensajes en su móvil —palabras que no se escriben a un pariente. Julia se había vuelto más importante que su esposa. Todo cobró sentido: su actitud, sus mentiras. No era lealtad a Pablo. Era traición.
—Vete, Ale. No puedo perdonar esto —dijo Elena, empacando sus cosas. No lo miró; le daba náuseas.
Alejandro se fue. Decidieron no contarle la verdad a Lucía, aunque ya era mayor. Elena esperaba que aquello con Julia no duraría, que su hija no perdonaría semejante decepción.
Las ilusiones de Julia se desvanecieron rápido. Al principio, todo era perfecto: cenaban juntos, hacían planes, fingiendo que él no tenía otra familia. Julia ignoraba a Elena y Lucía, creyendo que Alejandro sustituiría a Pablo. Se parecían tanto que, a veces, lo llamaba por su nombre.
Pero la realidad fue cruel.
—Ni siquiera sostienes la cuchara como Pablo —le espetó Julia una noche, mirando cómo comía.
Él no respondió.
—Pablo nunca dejaba las cosas tiradas.
—Pablo arreglaba todo él mismo, y tú llamas al técnico enseguida.
—Pablo sabía qué flores me gustaban…
Alejandro apretó los puños. Las comparaciones le dolían como cuchilladas.
Dani tampoco lo aceptó. Al enterarse de que Alejandro vivAlejandro se quedó solo bajo la lluvia, mirando la puerta cerrada de su antigua casa, donde ya nadie lo esperaba.