El precio de la traición: cómo una mujer lo perdió todo, pero encontró un nuevo propósito
Lucía llegó a casa antes de lo habitual—una compañera de trabajo le había pedido cambiar turnos. Entró en silencio al apartamento, dejó las llaves en el recibidor y se dirigió a la cocina. En el fregadero, un montón de platos sucios; sobre la mesa, migajas esparcidas. Un malestar la invadió—ni su esposo ni su nuera se habían molestado en limpiar. Sin decir una palabra, lavó los trastes, ordenó todo y avanzó hacia el dormitorio. Por el camino, echó un vistazo al cuarto de Inés—la joven no estaba. Lucía frunció el ceño, pero no le dio mayor importancia. Sin embargo, al entrar en su propia habitación, se quedó helada, como si un rayo la atravesara: allí, en su cama, estaban Inés y… MIGUEL. Abrazados. Semidesnudos. Y eso, a pesar del embarazo de la muchacha.
Y todo había comenzado con amor. A Javier le parecía que volaba cada vez que iba a ver a Inés. Sí, ella era frívola, demasiado libre en su comportamiento, pero él lo atribuía a la juventud—tenía apenas veinte años. Él era dos años mayor, criado con rigor y cariño—su madre, Lucía Fernández, una reconocida comadrona, lo había educado sola. Le había dado todo: alma, moral, bondad.
Cuando Inés le dijo que estaba embarazada, Javier no se asustó—le propuso casarse y criar al niño. Pero ella solo soltó una risa burlona: “No pienso ir al registro civil. Pero necesito dinero. Hay que solucionar esto de alguna manera”. Javier quedó aturdido, pero no se rindió fácilmente. La convenció: que diera a luz y le entregara al niño—él lo criaría. La joven, tras pensarlo, aceptó. Se casaron sin ceremonia. Vivían en casa de Javier con su madre y su padrastro, Miguel. Pero, a los pocos meses, Javier murió—un accidente camino del trabajo. Lucía casi enloqueció de dolor. Su hijo ya no estaba. Solo quedaba una esperanza: su nieto en el vientre de Inés.
Pero Inés no lloró su pérdida. Miraba a Lucía como si fuera un medio para obtener algo. Vivía bajo su techo, comía de su mano, descansaba en su habitación sin hacer nada. Al principio, Miguel se enfurecía: “No quiero ver a esa aprovechada”. Pero pronto su enojo se transformó en… una atención extraña. Su mirada hacia Inés, embarazada, se volvió cada vez más persistente. Lucía lo notó. Pero apartó esos pensamientos… hasta aquella noche.
Cuando los vio juntos en su propia cama, todo se derrumbó. Con voz serena, casi glacial, ordenó a Miguel que se marchara. Él no discutió. Diez minutos después, ya no estaba. Inés se retiró en silencio a su cuarto. Lucía se quedó sola en el dormitorio, sentada al borde de la cama, apretándose la cabeza entre las manos. ¿Echar a Inés? No. Necesitaba a su nieto. Por él, soportaría cualquier cosa.
Por la mañana, le dijo: “Quédate hasta que des a luz. Luego, vete al diablo. No quiero saber nada de ti”. Inés ni siquiera protestó—a ella le daba igual. Lo único que importaba era aguantar hasta el final y conseguir su beneficio.
El parto fue difícil. Pero nació un niño. Sano. Fuerte. Lucía lloró de felicidad. En cambio, Inés… firmó los papeles de renuncia y se fue. Sin una mirada, sin un adiós. Simplemente desapareció.
Lucía llamó al pequeño Daniel. Lo adoptó. Al principio, el miedo la paralizaba—la edad, la soledad, el dolor. Pero él se convirtió en su aire. Su propósito. Su vida. En lugar del hijo que perdió, el destino le había dado una segunda oportunidad.
Inés se marchó sin dejar rastro. Miguel envió los papeles del divorcio. Lucía los firmó sin vacilar. Ya no recordaba ni a él ni a aquella que destruyó su hogar. Ahora tenía a Daniel. Y por él, viviría.