Vivieron juntos treinta y cinco años. Casi media vida. Jorge y Carmen. Su amor comenzó como en las viejas novelas románticas: bailes bajo la lluvia, conversaciones nocturnas y sueños compartidos de una casa con jardín. Carmen era menuda, frágil, de voz suave, pero con una fuerza interior inquebrantable. Jorge, ambicioso, con ambición ardiente en la mirada, siempre anhelando más.
Juntos superaron pobreza, deudas, mudanzas entre Toledo y Madrid, pérdidas familiares. Cuando Jorge emprendió su negocio desde cero, fue Carmen quien sostuvo todo: el hogar, los hijos, las enfermedades, las facturas. Y cuando el negocio despegó, llenando sus vidas de lujos y estabilidad, Jorge… se enamoró. De una secretaria joven, de piernas largas, que reía sus chistes y rozaba su mano un segundo de más.
Actuó rápido. Contrató abogados caros para quedarse con la casa: aquella que levantaron juntos, reformaron con sus manos, donde Carmen cultivó rosales y bordó cojines. El símbolo de sus sueños.
El juez le otorgó la propiedad a Jorge. Carmen tuvo dos meses para irse, pero lo hizo en dos días. Sin lágrimas. Sin dramas. En silencio. Empacó, llamó a los mudanzas. Y como despedida, escondió en cada rincón —cornisas, rendijas, ventilación— restos de gambas cocidas. Los sobrantes de su última cena en aquel hogar vacío.
La nueva pareja de Jorge se instaló al tercer día. La casa les pareció un sueño: amplia, luminosa, con patio andaluz y azulejos tradicionales. Pero a las horas, un hedor nauseabundo impregnó las paredes. Limpiaron suelos, cambiaron alfombras, abrieron ventanas día y noche. Nada funcionó. Los amigos dejaron de visitar; el aire era irrespirable.
Jorge intentó venderla, pero en el barrio madrileño corrían rumores. Los compradores huían. Las inmobiliarias se negaban a tocarla. La casa se volvió maldita.
Contrajeron una hipoteca abultada para otra vivienda en Alcalá de Henares. El dinero se esfumaba. Hasta que Carmen llamó:
—¿Qué tal, Jorge?
—Desastre —confesó él—. No vendemos. Estamos arruinados.
—Qué raro —respondió ella, serena—. Yo echo de menos esa casa. ¿Me la vendes? Por… un 10% de su valor.
Jorge aceptó, aliviado. Firmaron ante notario en horas. Él y su nueva esposa partieron raudos. Carmen entró en la casa vacía, respiró hondo… y sonrió por primera vez en años.
Pero hubo un giro más.
La pareja reclamó hasta el último objeto de la antigua vivienda: muebles, cortinas, lámparas… ¡Incluso las cornisas! Jorge no permitiría que nada quedase para su ex. Desatornilló cada moldura personalmente. Y con ellas… se llevó el origen del hedor.
El olor reapareció en su nuevo hogar al amanecer.
Carmen lo supo. Y no volvió a llamar.
Ahora, en su casa de siempre, disfruta del silencio, el aroma a jazmines y sus rosales florecidos. Mientras Jorge habita una maldición autoproclamada. Por la traición. Por la soberbia. Por olvidar quién estuvo a su lado cuando no tenía nada.