—¡Nina, ¿qué estás haciendo?! —La voz de Lena temblaba de indignación—. ¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Si soy tu hermana!
—¿Y qué esperabas? —Nina esquivó la mirada, concentrada en los documentos esparcidos sobre la mesa de la cocina—. ¿Que me quedara de brazos cruzados mientras arruinabas la casa?
—¿Arruinarla? —Lena se aferró al respaldo de la silla—. ¡Yo la mantuve en pie treinta años después de que mamá y papá murieran! ¡Tú ni siquiera apareciste en todo este tiempo!
—Ah, claro, como si no hubiera trabajado —gruñó Nina, alzando por fin unos ojos fríos—. Gané mi dinero. No me arrastré aquí viviendo de ellos hasta los cuarenta.
Lena sintió que el suelo cedía bajo sus pies. Lentamente, se dejó caer en la silla y clavó la vista en los papeles.
—¿Es… el testamento de verdad? —susurró.
—Sí —respondió Nina, seca—. Mamá me dejó la casa. Entera. Tú buscarás otro sitio.
—Pero… ¿cuándo lo hizo? Estaba enferma, los últimos meses apenas recordaba nada…
—Por eso vine. Alguien tenía que ocuparse de sus asuntos mientras tú jugabas a la enfermera.
Lena la miró sin reconocerla. Nina siempre fue práctica, dura… pero jamás tan cruel. Menos ahora, con la tierra de su madre aún fresca.
—Nina, hablemos como personas —intentó suavizar el tono—. Entiendo que mereces una parte, pero… ¿echarme?
—Nadie te echa —ordenó los papeles con pulcritud—. Puedes alquilar una habitación. A un precio razonable, claro.
—¿Alquilar en mi propia casa? —Lena no daba crédito—. ¿En serio?
—Totalmente. La propiedad es la propiedad.
Lena se levantó y recorrió la cocina. Cada rincón olía a memoria. La maceta de geranios que su madre regaba cada mañana. Los tarros de mermelada que preparaban juntas cada otoño.
—¿Recuerdas lo que decía mamá? —preguntó Lena, voz quebrada—. Que esta casa debía quedarse en la familia. Que la cuidáramos para los nietos.
—Tú no tienes nietos —cortó Nina—. Yo tengo a Adrián y Sofía. Para ellos será.
Lena giró hacia ella.
—¡Tus hijos ni siquiera vinieron al funeral! ¡Yo estuve con mamá hasta el final!
—Sí, sí, la gran sacrificada —Nina agitó una mano—. Y aún así la dejaste morir en el hospital.
El golpe fue directo al corazón. Lena misma se reprochaba no haber visto las señales a tiempo.
—Hice lo que pude —susurró.
—Pues no fue suficiente.
Timbró el portero. Nina salió a abrir. Lena se quedó en medio de la cocina, ahogándose en la traición.
—Ay, Lena, ¿estás aquí? —entró la vecina, la tía Carmen, con una bolsa de pan—. ¿Cómo lo llevas, cariño?
—Bien —mintió Lena, secándose los ojos.
—Oí que Nina vino —Carmen miró los papeles con curiosidad—. ¿Arreglando lo del testamento?
—Eso —dijo Nina al regresar, voz cortante.
—Tu madre siempre decía que tú eras su hija fiel —siguió la vecina, ajena a la tensión—. La que nunca la abandonó. No como otras…
Nina apretó los labios.
—Carmen, discúlpame, pero estamos en familia.
—¡Claro, claro! Solo te traía el pan. Toma, Lena, que no se pierda.
Cuando se fue, Nina sacó más documentos.
—El contrato de alquiler. Puedes quedarte la habitación grande y la cocina. Mil euros al mes.
—¿Mil? —Lena palideció—. ¡Con mi pensión no llego a mil doscientos!
—Busca trabajo. O múdate a algo más barato.
—Nina, ¿qué te pasa? —Lena se sentó frente a ella—. Siempre fuimos cercanas. Sí, te fuiste a la ciudad, formaste tu vida… pero nunca nos enfadamos.
—No nos enfadamos porque yo callé —Nina alzó la vista, ojos llenos de rencor—. Callé cuando viviste de ellos. Callé cuando te compraron un piso y a mí me dijeron que no había dinero. Callé cuando volviste después del divorcio y volviste a ser su carga.
—¡Yo trabajaba! ¡Daba clases, estaba en la biblioteca!
—Por migajas. Y aún así ellos te mantenían.
—¿Y tú? ¿Pasaste hambre? Sergio ganaba bien, los niños…
—¡Los niños necesitaban estudios! ¡Y a mí nadie me ayudó! Todo sola, siempre sola.
Por primera vez, Lena vio en sus ojos no solo frialdad, sino una herida antigua.
—Nina, si te dolía, ¿por qué no lo dijiste?
—¿A quién? ¿A mamá, que solo vivía por ti? ¿A papá, que te ponía de ejemplo?
—Nos querían a las dos…
—A mí me quisieron mientras fui perfecta: estudiosa, universidad, matrimonio… Luego, cuando elegí mi vida, me convertí en la extraña.
Nina calló, manos entrelazadas.
—Y tú te divorciaste y volviste. De nuevo la favorita. “Lena esto, Lena lo otro… Lena tan sacrificada, tan buena hija”.
—Lo fui —susurró Lena—. No fingí.
—Lo sé. Pero a mí no me consoló.
Lena se acercó a la ventana. En el patio, el manzano que plantó su abuelo mecía las ramas sobre el banco donde jugaban de niñas.
—¿Cuándo lo firmó mamá? —preguntó sin girarse.
—En mayo. Cuando estabas ingresada con neumonía.
Lena recordó esas dos semanas en el hospital. Mamá se quedó sola… O no tan sola.
—¿Viniste a propósito?
—No. Tenía vacaciones. La ayudé mientras estabas enferma.
—Y la convenciste de cambiar el testamento.
—No convencí a nadie —Nina se irguió—. Solo le hablé de mis deudas, de que los niños necesitaban universidad… Ella lo propuso.
—Estaba mal, Nina. La memoria le fallaba.
—Pero firmó ante notario. Sabía lo que hacía.
Lena la miró fijamente. Postura recta, manos quietas… Solo sus ojos delataban tensión.
—¿El notario no sospechó? Una hija que viene de lejos, frente a la que cuidó a su madre…
—El notario cumple órdenes. No es su problema cómo nos llevamos.
—¿Y tú puedes vivir con esto?
Nina hizo una pausa larga antes de encender el fogón para el café.
—Duermo mal —confesó al fin—. Pero es justicia.
—¿Justicia? —Lena estalló—. ¡Tú tienes piso, trabajo, familia! ¿Yo? Una pensión miserable, salud quebrada… ¡Y ahora me quitas mi casa!
—No te la quito. La reclamo.
—¿Reclamas? —una risa amarga—. Tú viviste aquí hasta los dieciocho. Yo, cuarenta. ¿Quién tiene más derecho?
—El que está en el testamento.
El café hirvió. Nina sirvió dos tazas.
—Siéntate. Hablemos en calma —dijo, más suave.
Lena obedeció, reluctante.
—Mira —Nina respiró hondo—. No quiero hacerte daño. Pero mamá y papá te dieron demasiado. A mí, nada.
—Tú elegiste irte.
—Sí. Pero no por eso debo renunciar a mi herencia.
—No a la herencia… a la decencia. Podríamos dividirla.
—¿Y qué hago yo con medio caserón en un puebloLena cerró los ojos, respiró hondo y decidió que, aunque el precio fuera perderlo todo, no permitiría que las cicatrices del pasado destruyeran el único hogar que siempre la había esperado con los brazos abiertos.