**Traición en la mesa de bodas**
María Dolores Martínez llamó con impaciencia a la puerta del piso de su hijo y su nuera. La alegría la desbordaba: quería enseñar las fotos de la fastuosa boda de su hija pequeña, celebrada el fin de semana anterior. La puerta se abrió, y apareció su nuera, Lucía, con el rostro sombrío y los ojos enrojecidos por el llanto. «Ah, es usted. Pase», dijo fríamente. María Dolores sintió que algo andaba mal. «Lucía, ¿qué pasa?», preguntó con cautela al entrar. «¡Pasa que su hijo y yo nos vamos a divorciar!», estalló Lucía, con la voz temblorosa de rabia. «¿Cómo? ¿Por qué?», exclamó la suegra, incrédula. «¿De verdad no sabe lo que ha hecho su hijo?», replicó Lucía con sarcasmo venenoso. «¡No! ¿Qué ha hecho?». María Dolores la miró confundida, el corazón apretado por la angustia.
Dos meses atrás, en un tranquilo pueblo de la costa valenciana, Lucía había discutido con su cuñada, Marta. «¡Una boda es una vez en la vida! ¿Cómo pueden no celebrarla como es debido?», protestó Marta al enterarse de que Lucía y su hermano Alejandro habían decidido evitar una fiesta ostentosa. «Me parece un derroche. Prefiero invertir el dinero en algo útil», respondió Lucía con calma. «¿Como qué?», inquirió Marta, esbozando una sonrisa burlona. «En un viaje, un coche o la entrada de una casa», enumeró Lucía. «O sea, tienen el dinero, pero no quieren gastarlo en su boda», concluyó Marta, escéptica. Lucía no contestó, pero su silencio lo decía todo.
Alejandro y Lucía optaron por un sencillo registro civil y una cena íntima con los más allegados. Marta y su prometido, Pablo, también recibieron una invitación. Al principio ella había asegurado que no iría, pero al final cambió de opinión: tenía preparada una sorpresa que lo cambiaría todo.
Tras la ceremonia, los recién casados y sus invitados se dirigieron a la espaciosa casa de los padres de Lucía, en las afueras del pueblo. Sus padres se habían encargado de todo el banquete. Aunque los invitados eran pocos, apenas doce, la mesa rebosaba de platos caseros.
Durante los brindis, Marta se levantó de repente, el vaso en alto. Su temblorosa voz resonó con fuerza: «¡Les deseo toda la felicidad a los novios! Pero también quiero anunciar algo: ¡Pablo y yo también nos casamos!». Todos los ojos se volvieron hacia ella, mientras los invitados estallaban en felicitaciones. Lucía sintió un nudo en el pecho. Marta, radiante, presumía de organizar una boda espectacular, la comidilla del pueblo.
Lucía pasó el resto de la noche con un sabor amargo. Su día especial había quedado ensombrecido. Al despedir a los invitados, estalló: «¿Para qué lo hizo? ¿Solo para fastidiarnos? ¿Para recordarnos que no hicimos una boda a su gusto?». «No le des importancia, cariño», intentó calmarla Alejandro. «Por lo menos el dinero lo tenemos para algo mejor». «¿Y si nos vamos a la playa? Quiero escapar de todo esto». «Mañana decidimos», respondió él evasivo, y Lucía, agotada, cedió.
Dos semanas después, Marta entregó a la pareja una invitación a su boda. «No quiero ir», refunfuñó Lucía, jugueteando con el sobre. «Si no quieres, no vamos», sonrió Alejandro. «¿Y si en vez de eso nos vamos de viaje? —insistió ella—. Después de que Marta arruinara nuestra noche, no soporto verla». Alejandro se puso nervioso, la mirada esquiva. «Quizá más tarde… Pero a la boda de Marta tengo que ir». «¿Entonces por qué mentiste antes?», reprochó Lucía, apartándose.
A regañadientes, Lucía asistió a la boda. El evento fue deslumbrante: limusina, banquete en el mejor restaurante, fuegos artificiales, cámaras y fotógrafos profesionales. «Qué derroche», murmuró Lucía. «El vestido debe costar una fortuna. ¿Para qué gastar tanto en un solo día?». Alejandro no respondió con claridad.
Al día siguiente, Lucía volvió a mencionar el viaje: «Ya tengo los billetes, ¿nos vamos?». «Cariño… no hay dinero», soltó él con una sonrisa tensa. «¿Cómo que no? Teníamos veinte mil euros ahorrados. ¿Los olvidaste?». «Se los presté a Marta para la boda —confesó, evitando su mirada—. Pero los devolverá». Lucía palideció. «¿Prestaste nuestro dinero sin consultarme? ¡Lo ahorramos juntos!». «Marta lo necesitaba —se justificó él—. Lo devolverá poco a poco». «¡Lo necesitaba yo ahora, no después!», gritó Lucía, sintiendo que el mundo se le venía encima.
En ese instante, María Dolores llamó a la puerta, entusiasmada con las fotos de la boda de su hija. Lucía, furiosa, estalló: «¿Sabía que su hijo pagó la boda de Marta?». «Claro —respondió su suegra con naturalidad—. ¿Quién iba a ayudar a su hermana, si no?». «¡Increíble! —exclamó Lucía—. Renunciamos a nuestra fiesta para no malgastar el dinero, ¡y él se lo regaló a Marta! ¡Eres un traidor, Alejandro!». «¿Cómo te atreves a hacer este escándalo por dinero? —reprochó María Dolores, protegiendo a su hijo—. ¡Menuda novia agradecida!».
«La mitad de ese dinero era mío —declaró Lucía, firme—. Devuélvemelo antes del lunes o iré a juicio». Y se encerró en otra habitación, dejándolos anonadados.
Pero Lucía no estaba de broma. Demandó el divorcio y reclamó su parte del dinero. Ganó el caso: Alejandro tuvo que devolverle la mitad de lo prestado a Marta.
Con su dinero recuperado, Lucía voló a la playa. Allí, bajo el sol y el rumor del mar, conoció a un hombre que se convirtió en su nuevo amor. Al volver, ya no estaba sola. Y en su corazón, por fin, reinaban la paz y la esperanza de un nuevo comienzo.