«Nina, ¡¿qué estás haciendo?!» La voz de Elena temblaba de indignación. «¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Si soy tu propia hermana!»
«¿Y qué esperabas?» Nina levantó la vista por un instante, fría, mientras ordenaba los papeles sobre la mesa de la cocina. «¿Que me quedara de brazos cruzados mientras terminas de arruinar la casa?»
«¿Arruinarla?» Elena agarró el respaldo de una silla, como si el suelo cediera bajo sus pies. «¡He cuidado de esta casa treinta años después de que mamá y papá murieran! ¿Dónde estabas tú todo este tiempo?»
«¿Dónde estaba? Trabajando, por cierto. Ganándome la vida. No viviendo a costa de ellos hasta los cuarenta.»
Elena se dejó caer en la silla, mirando fijamente los documentos.
«¿De verdad es el testamento?» susurró.
«Sí. Mamá me dejó la casa. Completa. Y tú puedes buscar otro sitio donde vivir.»
«Pero… ¿cuándo lo hizo? Los últimos meses apenas podía pensar con claridad…»
«Por eso vine. Alguien tenía que ocuparse de sus cosas, mientras tú corrías con pastillas y hospitales.»
Elena la observó sin reconocer en ella a la hermana de antes. Nina siempre fue dura, práctica, pero nadie esperaba tal crueldad. Menos ahora, cuando ni siquiera había pasado un mes desde el entierro.
«Nina, hablemos como personas. Entiendo que tienes derecho a una parte… ¿Pero echarme?»
«Nadie te echa. Puedes alquilar una habitación. A un precio razonable, claro.»
«¿Alquilar en la casa de nuestros padres? ¿En serio?»
«Totalmente. La propiedad es la propiedad.»
Elena se levantó, recorriendo la cocina. Cada rincón guardaba recuerdos: el ficus que su madre regaba cada mañana, las conservas que preparaban juntas cada otoño…
«¿Recuerdas lo que decía mamá? Que esta casa debía quedarse en la familia, para los nietos.»
«Tú no tienes nietos. Yo tengo a Javier y a Lucía. Para ellos será.»
«¡Tus hijos ni siquiera vinieron al funeral! ¡Yo cuidé de mamá hasta el final!»
«La cuidaste, sí. Y aún así terminó muriendo en el hospital.»
El golpe fue bajo. Elena misma se reprochaba no haber notado a tiempo los síntomas del derrame cerebral.
«Hice todo lo que pude», murmuró.
«Pues no fue suficiente.»
Tocaron el timbre. Nina fue a abrir mientras Elena permanecía inmóvil.
«Ah, Elena, ¿estás aquí?» La vecina, doña Carmen, entró con un cartón de leche. «¿Cómo llevas todo, cariño?»
«Bien», mintió, secándose las lágrimas.
«Oí que Nina había venido… ¿Arreglando lo del testamento?»
«Eso.» Nina volvió a la cocina con sequedad.
«Tu madre siempre decía que eras su hija más devota. Que nunca te fuiste, que siempre estabas ahí. No como otras…»
Nina apretó los labios.
«Doña Carmen, disculpe, pero estamos hablando de familia.»
«¡Claro, claro! Solo traía la leche, que me sobró. Elena, tómala.»
Al quedarse solas, Nina sacó más papeles.
«Aquí tienes el contrato de alquiler. Puedes quedarte la habitación grande y la cocina. Mil euros al mes.»
«¡Mil?! ¡Mi pensión es de mil doscientos! ¿Cómo voy a vivir?»
«Busca otro trabajo. O múdate a algo más barato.»
«Nina, ¿qué te ha pasado? Nunca fuimos así…»
«No fuimos así porque yo callé. Callé cuando viviste a costa de ellos. Callé cuando te enseñaron piso, pero a mí me dijeron que no había dinero. Callé cuando volviste después del divorcio y seguiste siendo su carga.»
«¡Yo trabajaba!»
«Por cuatro perras. Y ellos te mantenían igual.»
Elena vio entonces no solo frialdad, sino rencor acumulado.
«Si te parecía injusto, ¿por qué no lo dijiste antes?»
«¿A quién? ¿A mamá, que solo tenía ojos para ti? ¿A papá, que te ponía de ejemplo?»
Nina respiró hondo.
«Me quisieron mientras fui la hija perfecta: estudiosa, universitaria, casada. Pero cuando empecé a vivir mi vida, me volví invisible. Y tú, divorciada y de vuelta, eras otra vez su princesa. “Elena esto, Elena lo otro”.»
Elena se acercó a la ventana. En el jardín, el manzano que plantó su abuelo seguía allí, como el banco donde jugaban de niñas.
«¿Cuándo firmó mamá el testamento?»
«En mayo. Cuando estabas en el hospital con neumonía.»
Elena recordó. Dos semanas ingresada. Y su madre, supuestamente sola…
«¿Viniste a propósito?»
«No. Era mi semana de vacaciones. Seguro que no te acuerdas de eso.»
«Pero la convenciste.»
«No. Solo le conté lo difícil que era criar a mis hijos sin ayuda. Ella misma lo propuso.»
«Nina, ya no era ella…»
«Pero firmó. Y el notario no vio nada raro.»
Elena la miró fijamente.
«¿Y en tu conciencia no pesa?»
Nina encendió el hervidor.
«Sí. Pero la justicia pesa más.»
Elena estalló.
«¿Qué justicia? ¡Tú tienes trabajo, familia, piso! ¿Y yo? ¡Una pensión miserable, ni salud, ni vida! ¿Y ahora la casa?»
«No es tuya. Es mía.»
«¿Tú, que te fuiste a los dieciocho? ¡Yo llevo cuarenta años aquí!»
«El testamento lo dice.»
El agua se calentó. Nina sirvió el té.
«No quiero herirte. Pero nuestros padres gastaron demasiado en ti. Yo no tuve nada.»
«Tú elegiste irte.»
«Y eso no me quita derechos.»
Elena tragó saliva.
«Si hubieras propuesto dividirla, habría aceptado.»
«¿Para qué quiero medio pueblo? Es más fácil venderla entera.»
El mundo se detuvo.
«¿Venderla?»
«Es una posibilidad.»
«¿La casa de nuestros padres?»
«No es más que un inmueble, Elena.»
«¡Es nuestro hogar! ¡Toda nuestra vida está aquí!»
Nina se encogió de hombros.
«El sentimentalismo no paga facturas.»
Elena derramó el té al levantarse de golpe.
«¿Y adónde voy yo?»
«Búscate un cuarto. O un marido.»
«¡Tengo cincuenta y siete años!»
Nina guardó silencio.
«Iré a juicio», dijo Elena.
«Adelante. El testamento es legal.»
Al día siguiente, doña Carmen se acercó.
«Oí lo de la venta. ¡Tus padres se revolverían en su tumba!»
Ella no respondió. Pero al visitar al notario, descubrió algo: su madre había ido acompañada, casi guiada.
«La hija hablaba por ella», admitió.
Con eso, y el testimonio de la vecina, un abogado le dio esperanzas: podía impugnarlo.
Esa noche, miró el álbum familiar. En una foto, su madre abrazaba a ambas.
Mañana presentaría la demanda. No por dinero, sino por memoria.
Incluso si eso significaba enfrentarse a su hermana.