**Traición en el nuevo hogar**
Javier y Lucía se casaron y se mudaron a un nuevo piso en las afueras de Sevilla. La felicidad los colmaba mientras decoraban su hogar, creando un refugio lleno de ilusión. Pero seis meses después, llegaron los padres de Javier de visita. Al principio, parecieron sorprendidos al ver a Lucía, pero durante la cena, tras unas copas de vino, estalló la tormenta.
—¿Para qué has traído a esta mocosa? —espetó la suegra con dureza.
—¿Cómo que mocosa? ¡Soy su esposa! —protestó Lucía, sintiendo el calor del rubor en sus mejillas.
—¿Esposa? —se rio la suegra con desprecio—. ¿Qué clase de esposa eres? ¡No me hagas reír! Javier ya tiene mujer y dos hijos. ¡Nuestros nietos! ¿Y tú qué? ¿Te has encandilado con su piso?
Lucía miró a Javier, pero él solo bajó la mirada, murmurando:
—Vete a casa de tu madre, yo me ocuparé. Mañana los despido.
Cuando Lucía cumplió dieciocho, su madre comenzó a hablarle del matrimonio. No la presionaba, pero le preocupaba que su hija pasara demasiado tiempo en casa entre libros. Lucía no era antisocial—en el instituto y la universidad era muy activa—, pero rechazaba cualquier cortejo. Prefería perderse en las páginas de una novela antes que salir con chicos. Su madre temía que se quedara sola.
Al graduarse, Lucía encontró trabajo como gestora, pero su rutina seguía igual: casa, trabajo, casa. Sus padres decidieron que era hora de independizarse. Tenían un piso de tres habitaciones en un edificio antiguo, que alquilaban, y tras reformarlo, le entregaron las llaves a Lucía, casi expulsándola del hogar familiar.
Se sintió traicionada. ¿Cómo podían echarla así? Pero la vida la obligó a adaptarse. Odinaba limpiar tanto espacio e ir de compras, hasta que conoció a Javier. Él se ocupaba de las tareas domésticas y, con eso, conquistó su corazón.
Al presentarlo a sus padres, su madre frunció el ceño. Quería para su hija un hombre con estudios y casa propia. Javier, mecánico, vivía en una habitación alquilada cerca. Su padre solo dijo:
—El tiempo dirá.
Javier la amaba, y eso bastaba. La boda fue modesta, solo asistieron sus padres. Los de él, de un pueblo lejano, no vinieron, y aunque planeaban visitarlos, las obligaciones retrasaron el viaje.
Un año después, pensaron en tener hijos. Javier propuso vender el piso antiguo sin ascensor y comprar uno nuevo, aunque estuviera en las afueras.
—¿Cómo subirás con un bebé y el carrito hasta el quinto piso? —argumentó.
Lucía accedió, aunque su madre se opuso. El día de firmar la compra, Javier fue hospitalizado por apendicitis. Lucía tuvo que encargarse de los trámites y llevó a su madre, acostumbrada a que otros decidieran por ella.
Al salir del hospital, Javier encontró su nuevo hogar listo. Con entusiasmo, colgaron cortinas y organizaron los muebles. La vida parecía de cuento hasta que llegaron sus padres.
En la cena, la suegra la atacó. Lucía, conmocionada, apenas podía creerlo. Javier permaneció en silencio, solo le pidió que se fuera. Recogió una maleta y partió hacia casa de su madre, el corazón destrozado.
Al día siguiente, al regresar, los padres de Javier ya no estaban. El piso relucía impecable.
—¿Qué quiso decir tu madre ayer? —preguntó Lucía, conteniendo las lágrimas.
—No le des importancia. Tuve una relación, dos hijos. Pero ahora estoy contigo —dijo él con indiferencia.
—¡Me mentiste! ¡Es una traición! —gritó Lucía—. ¡No puedo vivir con un embustero!
—¿No puedes? Pues lárgate. El piso se queda conmigo. Si me demandas, te pagaré tu parte gota a gota —respondió con una sonrisa burlona.
—Tú eres el que se va —replicó Lucía con frialdad—. Por algo mi madre insistió en que el piso estuviera solo a mi nombre. Algo presentía…
Lucía se quedó sola en aquel piso amplio. Las noches volvían a llenarse de libros, pero ya no la consolaban. El dolor por la traición era agudo. Había amado y confiado en Javier, y él ocultaba otra familia.
Su madre la consolaba en sus visitas:
—Hija, ya te dije que no era el adecuado. Pero no estás sola, cuentas conmigo.
Lucía asentía, pero la vaciedad persistía. No inició el divorcio—que él diera el paso. El piso, comprado por sus padres, era su fortaleza, pero también un recordatorio de sus sueños rotos. Javier llamaba, pedía perdón, pero ella no respondía.
A veces, entre las páginas de un libro, imaginaba cómo habría sido su vida sin aquella mentira. Pero la realidad era cruda: otra vez sola, con sus libros y un corazón partido.
**Moraleja:** La confianza es un tesoro que, una vez roto, deja cicatrices profundas. Aprender a distinguir el amor verdadero de las promesas falsas es el camino hacia la paz interior.