Traición en el nuevo hogar

Traición en el hogar nuevo

Daniel y Lucía se casaron y se mudaron a un piso en las afueras de Sevilla. La felicidad los embargaba mientras decoraban su hogar, imaginando un futuro juntos. Pero seis meses después, llegaron los padres de Daniel de visita. Al principio, parecían sorprendidos de ver a Lucía, y durante la cena, tras unos tragos de vino, estalló el escándalo.

—¿Por qué has traído a esta fulana? —espetó la suegra con desdén.
—¿Cómo que fulana? ¡Soy su esposa! —protestó Lucía, sintiendo el calor subirle a las mejillas.
—¿Esposa? —se rio la mujer, una carcajada cargada de burla—. ¿Qué clase de esposa eres? ¡No me hagas reír! Daniel ya tiene mujer y dos hijos. ¡Mis nietos! ¿Y tú qué? ¿Te atrajo el piso?

Lucía miró a Daniel, pero él bajó la mirada y susurró:
—Vete a casa de tu madre, yo lo arreglo. Mañana les digo que se marchen.

Cuando Lucía cumplió dieciocho, su madre comenzó a hablar de matrimonio. No la apuraba, pero le preocupaba que pasara tanto tiempo en casa, enfrascada en libros. No era antisocial—en el instituto y la universidad era participativa—, pero rechazaba a los pretendientes. Prefería perderse en una novela antes que salir de citas. Su madre temía que se quedara sola.

Tras graduarse, Lucía consiguió trabajo como administrativa, pero su rutina seguía igual: casa, oficina, casa. Sus padres decidieron que era hora de independizarse. Tenían un piso de tres habitaciones en un edificio antiguo que alquilaban. Tras reformarlo, le entregaron las llaves, expulsándola sin ceremonias del hogar familiar.

Lucía se sintió traicionada. ¿Cómo podían echarla así? Pero aprendió a adaptarse. Le pesaban las tareas domésticas y las compras, hasta que apareció Daniel. Él se encargó de todo, conquistándola con pequeños gestos.

Cuando lo presentó a sus padres, su madre frunció el ceño. Quería un yerno con carrera y vivienda propia. Daniel, mecánico, alquilaba una habitación en una residencia cerca. Su padre solo dijo:
—El tiempo dirá.

Daniel amaba a Lucía, y eso bastaba. La boda fue íntima, solo sus padres. Los de él, de un pueblo remoto, no asistieron. Planeaban visitarlos, pero siempre surgía algo.

Un año después, hablaron de tener hijos. Daniel propuso vender el piso sin ascensor y comprar otro nuevo, aunque fuera en las afueras.
—¿Cómo subirás al quinto piso con un bebé y el carrito? —argumentó.

Lucía aceptó, pese a las reticencias de su madre. El día de firmar la compra, Daniel fue hospitalizado por apendicitis. Ella gestionó los papeles sola, llevando a su madre, acostumbrada a que otros decidieran por ella.

Al salir del hospital, Daniel llegó al piso nuevo. Lo decoraron con ilusión, colgando cortinas y colocando muebles. La vida parecía un cuento hasta la llegada de sus padres.

Durante la cena, la suegra lanzó acusaciones. Lucía, aturdida, no daba crédito. Daniel callaba, solo le pidió que se fuera. Empacó una maleta y partió hacia casa de su madre, el corazón hecho pedazos.

Al día siguiente, regresó. Los padres de Daniel ya no estaban, el piso relucía.
—¿Qué dijo ayer tu madre? —preguntó Lucía, conteniendo las lágrimas.
—No le des importancia. Tuve una relación, dos hijos. Pero ahora estoy contigo —respondió él, indiferente.
—¡Me mentiste! ¡Es una traición! —gritó ella—. ¡No puedo vivir con un embustero!
—¿No puedes? Pues lárgate. El piso se queda conmigo. Si me demandas, te pagaré tu parte gota a gota —sonrió con cinismo.
—Tú serás quien se vaya —replicó Lucía, helada—. Mi madre insistió en poner la escritura a mi nombre. Algo presentía…

Lucía se quedó sola en el piso amplio. Las noches volvieron a llenarse de libros, pero ya no la consolaban. El dolor por la traición quemaba. Amó a Daniel, confió en él, y él ocultaba otra familia.

Su madre la visitaba, reconfortándola:
—Hija, ya te dije que no era el indicado. Pero no estás sola.

Lucía asentía, pero la vacuidad persistía. No inició el divorcio—que él diera el paso. El piso, comprado por sus padres, era su fortaleza, también un recordatorio de sueños rotos. Daniel llamaba, pedía perdón, pero ella no respondía.

A veces, entre páginas, imaginaba cómo sería su vida sin aquella mentira. Pero la realidad era cruda: volvía a estar sola, con sus libros y el corazón partido.

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