Traición en el Hogar: La Sombra que Acecha

Pepa Rodríguez estaba frente a los fogones, removiendo con cuidado un puchero de lentejas con chorizo en su cazuela de hierro, la perfecta para este guiso. Su hijo Adrián, su orgullo y única esperanza, llegaría pronto a casa. Imaginaba su cara al ver ese plato caliente, cocinado con el cariño de una madre. Envolvió la cazuela en un paño para que no perdiera calor, la guardó en una bolsa de tela y salió hacia el piso de su hijo, que quedaba en el edificio de al lado. Tenía llave—por si las moscas.

Hacía poco habían hablado por teléfono. Él, como siempre, había llamado al móvil, pero ella, fiel a las costumbres de antaño, le devolvió la llamada al fijo. Contestó su nuera, Lucía, diciendo que Adrián estaba trabajando. ¡Pero si él mismo había mencionado que ahora teletrabajaba! Alguien mentía. Y Pepa estaba segura de que no era su hijo.

Lucía había aparecido en sus vidas como un vendaval. Una chica de un pueblo remoto, sin estudios, sin trabajo, sin un duro. ¿Cómo había podido Adrián, listo y con futuro, caer rendido a sus pies? Insistió en casarse, pese a los consejos de sus padres de esperar. Se dieron el sí quiero y Lucía se mudó al acogedor dúplex que le regalaron por la boda. Por suerte, el piso estaba a nombre de Adrián.

Lucía no trabajaba, dedicando su tiempo—según ella—a «encontrarse a sí misma». Adrián, en cambio, se partía el lomo de sol a sol para mantenerla. Hace poco alquiló otro piso—supuestamente para trabajar—porque los familiares de Lucía no paraban de aparecer. Sobre todo su «primo segundo» Javier, con quien—decía—había crecido. Pepa no se metía, pero su instinto de madre olía a chamusquina.

Ese día, decidió hacerle el favor a su hijo con su plato favorito. Entró al piso sin encender la luz del recibidor para no llamar la atención. Desde la sala llegaba una música alegre pero vulgar. Pepa echó un ojo y se quedó tiesa. La bolsa se le escapó de las manos y la cazuela cayó al suelo con estrépito. Dentro, abrazados como si no hubiera un mañana, bailaban Lucía y un tipo que desde luego no era ningún primo.

La música paró en seco. Lucía, blanca como el papel, salió al pasillo. «¡Pepa!—exclamó con una sonrisa forzada—. ¡Qué sorpresa!»

—Ya veo—respondió la suegra con frialdad, conteniendo el temple.

—¿Te quedas? Tenemos tarta—propuso Lucía, esperando claramente que dijera que no.

Pepa esbozó una sonrisa de compromiso. «Traje la cena para Adrián, su favorita. Ojalá no se haya enfriado», dijo, entregándole la bolsa. Lucía, aliviada, prometió envolver la cazuela en el paño.

Pepa salió al patio y se dejó caer en un columpio. A esa hora no había nadie, los niños ya dormían. Mientras se mecía, intentaba poner en orden sus ideas. Había hecho bien en no montar un espectáculo. Lucía se habría sacado alguna excusa de la manga. Pero lo de la cazuela… un fallo imperdonable. Pepa, enfermera de urgencias, estaba acostumbrada a mantener la calma en crisis. Tomaba decisiones en segundos, salvaba vidas, nunca se le caía nada. Y ahora este desliz. Pero ¿cómo no perder los nervios cuando se trata de tu único hijo?

Decidió que aún no era el final. Lucía no iba a cambiar. Una semana después, lo intentó de nuevo, esta vez con empanadas. Entró en silencio, como un alma en pena, sacó el móvil y grabó la escena. La música era la misma, pero ya no bailaban—las cosas habían subido de tono. Al terminar, llamó a la puerta. Lucía, colorada, entreabrió. «Empanadas para Adrián», dijo la suegra, entregándole la bolsa y marchándose sin más.

En casa, sopesó sus opciones. Podría ir sin su hijo, enseñarle las pruebas y echar a Lucía. Pero esta podría después enredar a Adrián diciendo que su suegra la había calumniado. Otra opción era contárselo todo directamente. Pero Adrián, educado y confiado, podía creerse lo del «malentendido» o un «simple beso». No, había que asegurar el tiro.

El sábado, Pepa y su marido se colaron en casa del hijo y la nuera. Llevó más empanadas. Tras el primer café, miró a Lucía y preguntó: «Bueno, ¿ya te encontraste?»

Adrián la miró extrañado—nunca usaba ese tono. Lucía, oliéndose la tostada, farfulló: «Aún no».

—Pues yo puedo ayudarte—dijo Pepa, dejando el móvil con el vídeo sobre la mesa.

—¿Qué es esto?—Adrián miraba alternativamente la pantalla, donde su mujer y el «primo» se prodigaban cariños nada fraternales, y a Lucía, que bajaba la vista.

—¿Interesante, hijo?—preguntó la madre, conteniendo la ira.

—¿Me estás poniendo los cuernos? ¿Y él no es tu primo?—la voz de Adrián temblaba.—Lucía, ¡di algo!

—¿Y qué va a decir?—intervino Pepa.—¿Cómo puedes ser tan inocente?

Lucía se levantó, roja como un tomate. «No, no es mi primo—soltó—. Vine con él, sin un céntimo, sin papeles. Y apareciste tú, un chico bien con piso y una madre que te hace empanadas. Decidimos apañárnosla así, ya veríamos luego».

—Dijiste que me querías—murmuró Adrián.

—Bueno, y qué—Lucía soltó una risita seca.—No hay que ser tan crédulo.

Se encerró en la habitación, supuestamente a hacer la maleta. Adrián se quedó petrificado. El padre callaba, confiando en su mujer. Pepa rezó por dentro: «Dios mío, que no salga corriendo detrás de ella».

Cuando la puerta se cerró tras Lucía, Adrián miró a su madre. Sus ojos decían: «¿Y ahora qué?». Su mundo se desmoronaba—familia, amor, ilusiones. La primera gran traición le partía el alma.

—Vamos a tomar un café—propuso Pepa, que como enfermera sabía que en los crisis hace falta un respiro.

Adrián cogió dos empanadas. Su madre, lista y fuerte, siempre encontraba la solución. Y esta vez también lo haría: con tiempo y cariño, su hijo volvería a empezar.

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