La Traición con Vista al Patio
Marina no podía estarse quieta: paseaba por la casa como un animal acorralado. El comportamiento de su marido la inquietaba. Últimamente, Sergio se había vuelto exageradamente atento: ayudaba en las tareas del hogar, preparaba cenas exquisitas, le regalaba flores. Todas esas muestras de cariño la ponían en alerta. «Definitivamente ha hecho algo malo», pensó Marina, acercándose a la ventana. Su mirada cayó involuntariamente hacia el patio, y el corazón se le encogió. Retrocedió de un salto. «¿Será capaz de algo así?», murmuró, incapaz de creer lo que veía.
En ese momento, una voz femenina resonó tras ella. Era su esposa, Elena.
Sergio estaba junto a la ventana, observando cómo Marina, su vecina, paseaba a su pequeño perro. Elena se acercó, también miró hacia abajo y al instante se tensó.
—¿En qué piensas? —preguntó con frialdad.
—En el trabajo —suspiró él, evitando su mirada—. Un compañero ha metido la pata, y ahora tengo que arreglarlo todo.
Elena lo estudió con atención. Algo en su voz y su expresión delataba la mentira. Pero solo asintió y se marchó a la cocina.
Sergio sentía cómo la irritación crecía dentro de él. Elena lo exasperaba cada vez más: se había vuelto arisca, quisquillosa. Empezó a buscar calor en otro lugar. Y lo encontró en Marina. Era callada, sonriente, vivía sola en el piso de arriba.
Aquella tarde, un corte de luz en el trabajo lo dejó libre antes de hora. Descansó un rato en casa y luego salió a pasear. Marina estaba en el patio. No pudo resistirse: se acercó, empezaron a hablar. Terminaron en un café. Y después, en su apartamento.
Por la mañana, se despertó cargado de culpa. En casa colgaba su foto de bodas, donde aparecían jóvenes y enamorados. Recordó cómo le había jurado fidelidad. «Para siempre», una palabra que ahora resonaba como una burla.
Preparó la cena: una lasaña, el plato favorito de Elena. Cuando ella llegó del trabajo, cansada pero contenta, lo elogió e incluso le dio un beso. Él permaneció con una sonrisa forzada, repasando mentalmente los últimos acontecimientos.
Unos días después, tuvo libre. Evitaba a Marina, se sentía sucio. Pero como un imán, volvía. Cuando Elena salió a trabajar, terminó de nuevo en el piso de la vecina.
Elena notó los cambios. Sergio estaba demasiado solícito, pero distante. Sabía que ocultaba algo. Y un día, al verlo espiar a Marina desde la ventana, todo cobró sentido.
El escándalo estalló en la cocina.
—¿Te acuestas con ella? —espetó Elena, señalando hacia la ventana.
Sergio se quedó petrificado. Empezó a balbucear excusas absurdas, pero ya era tarde. Ella lo echó sin vacilar.
—¡Vete con ella! Qué cómodo, en el piso de arriba. ¡Lárgate!
Intentó explicarse, pero Elena ya no escuchaba. Salió, recogiendo sus cosas, y pronto su voz sonó en el rellano:
—Marinita… ¿Me dejas entrar? Me ha echado…
Marina, al parecer, no esperaba ese giro, pero tras una pausa, la puerta se abrió.
Y a Elena le rodaban lágrimas por las mejillas. No de dolor, sino de decepción. Esperaba que al menos intentara luchar, pero se fue sin más. Sin palabras. Sin intentar salvar nada. Sin vergüenza.
Entonces decidió: «Prefiero estar sola que con alguien que traiciona tan fácilmente». Y mañana… adoptaría un gato. O un perro. Al menos ellos saben ser leales.