Traición de la sangre

**15 de febrero, 2024**

Hoy la vida me ha dado una bofetada fría y cruel.

—¡Carmen, ¿qué has hecho?! —La voz de Lucía temblaba, cargada de indignación—. ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Somos hermanas!

—¿Qué esperabas? —Carmen no levantó la vista de los papeles esparcidos sobre la mesa de la cocina—. ¿Que me quedara callada mientras dejabas que la casa se cayera a pedazos?

—¿Caerse a pedazos? —Lucía se agarró al respaldo de la silla—. ¡He cuidado de esta casa treinta años! Desde que mamá y papá murieron. ¿Y tú? ¿Dónde estabas?

—Trabajando —respondió Carmen al fin, alzando una mirada helada—. Ganándome la vida. No como tú, viviendo de ellos hasta los cuarenta.

El suelo pareció ceder bajo los pies de Lucía. Se dejó caer en la silla, mirando fijamente los documentos.

—¿Es… el testamento? —susurró.

—Sí —fue la respuesta cortante—. Mamá me dejó la casa. Entera. Tú puedes buscarte otro sitio.

—Pero… ¿cuándo lo hizo? Estaba enferma, los últimos meses apenas recordaba nada…

—Por eso vine. Alguien tenía que ocuparse de sus asuntos mientras tú jugabas a la enfermera.

Lucía la observó sin reconocerla. Carmen siempre fue fría, práctica, pero nunca creyó capaz de tanta crueldad. Menos ahora, con el luto aún fresco.

—Carmen, hablemos como personas —intentó suavizar el tono—. Entiendo que mereces parte de la casa, pero echarme…

—Nadie te echa —Carmen ordenó los papeles con gesto pulcro—. Puedes alquilar una habitación. Por un precio razonable, claro.

—¿Alquilar en mi propia casa? —Lucía soltó una risa amarga—. ¿En serio?

—La propiedad es propiedad.

Lucía se levantó, recorriendo la cocina. Cada esquina guardaba recuerdos: la maceta de la begonia que mamá regaba cada mañana, los tarros de mermelada que preparaban juntas cada otoño…

—¿Recuerdas lo que decía mamá? Que esta casa debía quedarse en la familia —murmuró Lucía—. Que la cuidáramos para los nietos.

—Tú no tienes nietos —replicó Carmen—. Yo sí: Javier y Sofía. Para ellos será.

—¡Tus hijos ni siquiera vinieron al funeral! —estalló Lucía—. ¡Yo cuidé de mamá hasta el final!

—Y aún así terminó muriendo en el hospital —espetó Carmen.

El golpe fue bajo. Lucía cargaba ya con la culpa de no haber evitado aquel infarto, de no haber visto las señales a tiempo.

—Hice todo lo que pude —susurró.

—Y no fue suficiente.

Timbre. Carmen fue a abrir. Lucía se quedó inmóvil, ahogándose en la injusticia.

—Ay, Lucía, ¿estás aquí? —entró la vecina, Tía Pilar, con una bolsa de pan—. ¿Cómo lo llevas, cariño?

—Bien —mintió, secándose las lágrimas.

—Oí que Carmen vino. ¿Arreglando lo del testamento? —La vecina miró los papeles con curiosidad.

—Sí —respondió Carmen, volviendo a la cocina.

—Tu madre siempre decía que eras su hija más entregada —siguió Tía Pilar, ajena a la tensión—. Que nunca la abandonaste. No como otras…

Carmen apretó los labios.

—Perdone, pero estamos hablando de familia —dijo con frialdad.

—Claro, claro —balbuceó la vecina—. Ah, el pan. Te lo dejo, que compré de más.

Al marcharse, el silencio se hizo más denso. Carmen sacó otro documento.

—El contrato de alquiler. Puedes quedarte la habitación grande. Mil euros al mes.

—¿Mil? —Lucía palideció—. ¡Mi pensión es de mil doscientos! ¿Cómo voy a vivir?

—Busca trabajo. O múdate a algo más barato.

—¿Qué te ha pasado, Carmen? —Lucía la miró fijo—. Siempre fuimos unidas. Sí, te marchaste a la ciudad, formaste tu vida… pero nunca hubo rencor.

—Porque yo callé —Carmen alzó la vista, y por primera vez Lucía vio el rencor antiguo en sus ojos—. Callé cuando viviste de mamá y papá. Callé cuando te compraron un piso y a mí me dijeron que no había dinero. Callé cuando volviste tras el divorcio y seguiste viviendo de ellos.

—¡Yo trabajé! —protestó Lucía—. En la escuela, en la biblioteca…

—Por migajas. Y ellos te mantenían igual.

—¿Y tú pasaste necesidad? Roberto tenía un buen sueldo, los niños…

—Los niños necesitaban estudios. Y a mí nadie me ayudó. Todo lo hice sola.

Lucía sintió que el rencor de Carmen era un pozo sin fondo.

—Si te dolía, ¿por qué no hablaste antes?

—¿Con quién? ¿Con mamá, que sólo tenía ojos para ti? ¿O con papá, que te creía perfecta?

—Os querían a ambas…

—A mí me quisieron mientras fui dócil: buena estudiante, carrera, matrimonio. Cuando empecé a vivir *mi* vida, dejé de importar. —Carmen apretó los puños—. Luego te divorciaste, volviste… y de nuevo fuiste su princesa. “Lucía esto, Lucía lo otro. Tan buena hija, tan hacendosa…”.

—Yo *las* cuidé —dijo Lucía con firmeza—. No fue fingido.

—Lo sé. Pero eso no me aliviaba.

Lucía se acercó a la ventana. En el patio, el manzano que plantó su abuelo seguía en pie. Bajo él, el banco donde jugaban de niñas.

—¿Cuándo cambió mamá el testamento? —preguntó sin mirarla.

—En mayo. Cuando estuviste ingresada por neumonía.

Lucía lo recordó: dos semanas en el hospital. Mamá se quedó sola… o eso creía.

—¿Viniste a propósito?

—No. Tenía vacaciones. Vine a ayudarla.

—Y la convenciste.

—No la convencí de nada —replicó Carmen—. Sólo le conté lo difícil que era sin su apoyo. Que los niños necesitaban universidad y no llegábamos. Ella *quiso* cambiarlo.

—Estaba enferma, Carmen. Lo sabías.

—Pero firmó ante notario. Sabía lo que hacía.

Lucía estudió su rostro. Frío. Sólo los ojos delataban tensión.

—¿Y el notario no sospechó? ¿Una hija lejana hereda todo, y la que cuidó de su madre se queda sin nada?

—El notario cumple la voluntad del testador. No es su papel juzgar familias.

—¿Y tu conciencia?

Carmen encendió el fuego para el café antes de responder.

—Duele —admitió al fin—. Pero es justicia.

—¿Qué justicia? —estalló Lucía—. ¡Tú tienes piso, trabajo, familia! ¡Yo sólo tengo esta casa!

—Ya no.

—¿”Tuya”? —rió amarga—. Tú te fuiste a los dieciocho. Yo llevo cuarenta años aquí. ¿Quién tiene más derecho?

—El que figura en el testamento.

El café burbujeó. Carmen sirvió dos tazas.

—Siéntate. Hablemos —dijo, más suave.

—No quieres herirme —dijo Lucía, aceptando la taza—. Pero crees que mamá y papá me dieron demasiado.

—Tú elegiste quedarte. Yo no. Pero eso no me excluye de mi herencia.

—No de la herencia… de la justicia. Podríamos dividir la casa.

—¿Y qué hago yo con media casa en un puebloLucía cerró los ojos, sintiendo el peso de los años y las sombras de su infancia en esas paredes, y entonces, con una calma que no creía posible, tomó la taza de café y la dejó caer al suelo, rompiendo en mil pedazos cualquier ilusión de reconciliación.

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