Traición con vista desde la ventana

**Traición con vista al patio**

Lucía no podía quedarse quieta—recorría el piso como un animal acorralado. El comportamiento de su marido la tenía en vilo. Últimamente, David se mostraba inusualmente atento: ayudaba en casa, preparaba cenas exquisitas, le regalaba flores. Todas esas muestras de cariño la ponían en guardia. *«Algo ha hecho…»*, pensaba, acercándose a la ventana. Su mirada bajó por casualidad—y entonces, el corazón se le heló. Retrocedió de un salto. *«¿Sería capaz?»*, murmuró, incrédula ante lo que veían sus ojos.

En ese instante, una voz femenina resonó tras ella. Era su mujer—Alicia.

David estaba junto a la ventana, observando cómo Lucía, su vecina del piso de arriba, paseaba a su perrito. Alicia se acercó, también miró hacia abajo y al instante se tensó.

—¿En qué piensas?—preguntó con un hielo en la voz.

—En el trabajo—suspiró él, evitando su mirada—. Un compañero ha liado todo, ahora tengo que rehacerlo.

Ella lo estudió con atención. Algo en su tono y su expresión delataba mentira. Pero solo asintió y se marchó a la cocina.

David sentía cómo la rabia le hervía por dentro. Alicia le sacaba cada vez más de quicio: se había vuelto crítica, quisquillosa. Buscó calor en otro sitio. Y lo encontró—en Lucía. Era callada, sonriente, vivía sola justo encima.

Aquel día, un corte de luz en la oficina lo dejó libre antes. Se tumbó un rato en casa, luego salió a dar un paseo. Lucía estaba en el portal. No pudo evitarlo—se acercó, empezaron a hablar. Terminaron en un bar. Después, en su piso.

Por la mañana, despertó cargado de culpa. En el pasillo colgaba su foto de boda, ambos jóvenes y enamorados. Recordó cómo le había jurado fidelidad. *«Para siempre»*—esa palabra ahora le sonaba a burla.

Preparó la cena—una lasaña, el plato favorito de Alicia. Cuando ella llegó del trabajo, cansada pero contenta, lo alabó, incluso lo besó. Y él permaneció allí, con una sonrisa forzada, reviviendo los últimos días en su mente.

Un par de días después, tuvo libre. Evitaba a Lucía, se sentía sucio. Pero algo lo arrastraba, como un imán. Cuando Alicia salió a trabajar, volvió a terminar en el piso de la vecina.

Alicia notaba el cambio. David se mostraba servicial, pero distante. Sabía que ocultaba algo. Hasta que un día, al verlo espiar a Lucía desde la ventana, todo encajó.

El estallido fue en la cocina.

—¿Te acuestas con ella?—escupió, señalando hacia afuera.

David se paralizó. Balbuceó excusas ridículas, pero era tarde. Ella lo echó sin dudar.

—¡Vete con ella! Qué cómodo, vives justo arriba. ¡Lárgate!

Intentó explicarse, pero Alicia ya no escuchaba. Salió, recogiendo sus cosas, y pronto su voz resonó en el rellano:

—Lucía… ¿Me dejas pasar? Me ha echado…

Ella, claramente sorprendida, tras una pausa, abrió la puerta.

Y a Alicia le rodaban lágrimas. No de dolor—de decepción. Esperaba que al menos lucharía, pero se fue sin más. Sin palabras. Sin intentar salvar nada. Sin vergüenza.

Y decidió: *«Prefiero estar sola que con alguien que traiciona así»*. Mañana… adoptaría un gato. O un perro. Al menos ellos saben ser leales.

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