**Traición en una taza de té: La historia de Olalla**
Olalla caminaba hacia casa después del trabajo, sintiendo una ligereza en el alma—ese día les habían dejado salir antes. Las calles de Alcalá de Henares respiraban el calor primaveral, y ella pensaba en cómo aprovechar esa tarde inesperadamente libre.
*«¿Qué tal si visito a Soledad?»* le pasó por la mente. *«Hace tanto que no nos vemos.»*
La decisión vino al instante. Olalla entró en una pastelería por un pastel de cerezas y, media hora después, tocaba el timbre de su amiga.
—¡Hola!— Soledad abrió la puerta, con una mirada astuta.
—¡He venido de visita!— sonrió Olalla, entregándole la caja del pastel.
—Pasa, tengo una sorpresa para ti— dijo Soledad de repente, con un tono extraño en la voz.
—¿Qué sorpresa?— Olalla se tensó, pero, sin esperar respuesta, entró en la cocina. Allí se quedó paralizada, como si un rayo la hubiera golpeado al ver lo que Soledad llamaba “sorpresa”.
*«Las amigas solteras no tienen lugar en la casa de una mujer casada»*, solía repetirle la abuela de Olalla. *«Mantén distancia, no abras tu corazón, o llorarás lágrimas amargas»*.
Olalla siempre había escuchado los consejos de su abuela, y nunca tuvo muchas amigas. Algunas se perdieron con los años, otras se alejaron tras peleas, pero Soledad había permanecido su compañera fiel. Su amistad, forjada desde primaria, llevaba casi cuarenta años. Juntas habían compartido alegrías y penas: Olalla y su marido, Vicente, criaron a dos hijos y los enviaron a estudiar a Madrid, mientras Soledad se enorgullecía de los logros de su hija Lucía y soñaba con su futuro feliz.
—Mi felicidad no llegó, pero al menos que Lucía la tenga— suspiraba Soledad con tristeza.
—No digas eso— la consolaba Olalla. —Lucía es una chica brillante, todo le saldrá bien. Y tú tampoco tienes de qué quejarte: una hija maravillosa, un piso acogedor. Bueno, lo del marido… eso sí fue duro.
—Duro que aguanté sus desaires tantos años, perdonándolo todo— respondía Soledad con amargura. —Pensé que maduraría, pero solo empeoró.
Olalla conocía la historia de su amiga como la suya propia. El marido de Soledad, Gregorio, siempre había sido infiel. Mientras ella criaba sola a su hija, ayudaba a sus padres y trabajaba en dos empleos, él disfrutaba de otras mujeres. A veces ocultaba sus aventuras, pero casi siempre terminaba en escándalos. Gregorio juraba cambiar por la familia, y Soledad volvía a creerle. Así pasaron veinte años, hasta que, tres años atrás, se fue con una amante joven.
—Lucía ya es mayor, lo entenderá. Nosotros somos desconocidos, así que no hay razón para seguir— le dijo entonces.
Mientras Soledad intentaba reponerse, Gregorio se fue, llevándose todos sus ahorros. El piso era de sus padres, así que no pudo reclamarlo. El dinero lo consideró “compensación justa” por los años vividos. En esos días oscuros, Olalla fue la única que la sostuvo, evitando que se derrumbara.
—Mamá, tú misma decías lo de la abuela, que las amigas solteras no deben entrar en casa de casadas— le recordaba su hija mayor, Carla.
—No inventes— se defendía Olalla. —Soledad y yo somos como hermanas, no puedo abandonarla.
—Bueno, mamá, es broma— intervenía su hijo pequeño, Pablo. —Solo que nos cansas con esos refranes, y luego traes a Sole casi cada día.
—¿Qué tontería es esa?— se indignaba Olalla. —¿Creen que Soledad querría llevarse a su padre o romper nuestra familia? Somos una sola familia, ¡basta de bobadas!
—Solo bromeamos— reía Carla. —Sole es como una tía para nosotros, ¿qué intrigas van a haber a vuestra edad?
Olalla ignoraba las bromas de sus hijos. En su juventud, siguió los consejos de su abuela, pero Vicente nunca dio motivos para dudar. Sereno y confiable, trabajó toda la vida por su familia, pasando los fines de semana en casa, leyendo el periódico o arreglando algo. Antes, él y Gregorio eran amigos, pero tras el divorcio de Soledad, dejaron de verse. Olalla y Vicente se quedaron de su lado, mientras Gregorio cortó todo lazo para empezar de nuevo.
—Soledad está sola, debemos invitarla en Navidad— decía a menudo Olalla, y Vicente asentía.
—A Sole se le rompió el grifo, échale un vistazo— pedía ella, y él iba sin quejarse.
—El sábado, Sole necesita ayuda con el coche— continuaba. —Hay que traer unos muebles de la casa rural, y no quiere contratar a nadie.
Vicente cumplía en silencio: arreglaba, transportaba, ayudaba. Soledad, agradecida, le enviaba verduras de su huerto o le hacía pasteles. Todo parecía natural.
—Eres temeraria— le decía su compañera de trabajo, Nuria, al enterarse de esa amistad. —¿Confías tanto en ella y en tu marido que los dejas a solas?
—No digas tonterías— reía Olalla. —Soledad fue testigo en nuestra boda. Vicente y yo llevamos casi treinta años juntos, nunca hubo sospechas. A nuestra edad, los romances son cosa del pasado.
—Bueno, la vida es impredecible— respondía Nuria con escepticismo.
Olalla realmente no dudaba de sus seres queridos. La idea de que pudiera haber algo entre ellos le parecía absurda. Pero ese día, al entrar sin avisar en casa de Soledad, su mundo se derrumbó. En la cocina, con una bata cómoda y un plato de cocido, estaba Vicente.
—¿Esto qué es?— le tembló la voz. —¿No debías estar de caza? ¿Otra vez ayuda para Soledad?
Soledad dio un paso al frente, con decisión.
—Escucha, Olalla, hablemos con claridad. Quizá es mejor que lo hayas visto. Estábamos hartos de escondernos, pero no teníamos valor para decírtelo.
Las palabras de su amiga golpeaban como martillazos. Olalla miraba alternativamente a uno y a otro, conteniendo las lágrimas. Apenas oía lo que Soledad decía—el ruido en su cabeza y el dolor en el pecho lo ahogaban todo. Las lágrimas estallaron ya en casa, al caer en su sillón, aferrando una taza de té frío.
—Perdona, ni yo mismo entiendo cómo pasó— balbuceaba Vicente, evitando su mirada. —Pero sentimos algo. Seguir juntos sería mentira. Soledad y yo hemos decidido vivir juntos.
—¿En serio?— solo atinó a decir Olalla, ahogándose en rabia.
Dos días después, Soledad fue a verla, pero la conversación solo la hirió más.
—No nos juzgues— hablaba deprisa. —Tú has sido feliz todos estos años, y yo sufrí con el mío. Merezco felicidad, aunque sea tarde. No es contra ti, simplemente, Vicente y yo nos entendemos.
—¿Así que te llevas a mi marido y borras todo lo que hubo entre nosotras?— apenas contenía su furia.
—No exageres— apartaba la mirada Soledad.
Olalla comprendió que había perdido no solo a su esposo, sino a la amiga que consideraba hermana. No vio sentido en peleas. Vicente recogió sus cosas y se mudó con Soledad, empezando de cero. Sus hijos, Carla y Pablo, rechazaron la decisión de su padre y se pusieron del**”Pero con el tiempo, Olalla aprendió que el perdón no era para ellos, sino para ella misma, y así, poco a poco, encontró paz en su soledad.”**