Tormenta en el hogar: una historia dramática

La Tormenta en Casa: El Drama de Lucía

Lucía despidió a su marido, Alejandro, cuando partió al trabajo, anhelando un momento de tranquilidad en su acogedor piso de Barcelona. Pero apenas se recostó en la cama cuando un golpe seco retumbó en la puerta.

—¡Abre, ahora mismo! —ordenó la voz cortante de su suegra, Carmen Fernández, desde el otro lado.

Lucía, con el corazón encogido por el mal presentimiento, abrió. En el umbral, Carmen la miraba con ojos desafiantes.

—¿Carmen, pasa algo? —preguntó Lucía, tratando de disimular el temblor en su voz.

—¿Dormida, eh? ¡Prepárame la habitación! ¡Me mudo con vosotros! —declaró su suegra, como si lanzara un reto.

—¿Cómo? ¿Por qué? —Lucía se quedó helada, incapaz de procesar lo que oía.

En el hogar de Lucía y Alejandro reinaba la alegría por el embarazo de ella, ya en el quinto mes. Pero la felicidad se empañaba por la presencia de Carmen. Desde que se enteró del futuro nieto, la suegra la asfixiaba con una «preocupación» que más bien parecía una condena.

Carmen siempre había sido devota de su hijo, pero su «cuidado» hacia la nuera rozaba lo insoportable. Sus palabras pesaban como plomo: cada halago venía envenenado.

—Te miro y me preocupo —dijo una vez, apareciendo sin aviso—. ¿Te has visto al espejo? ¡Flaca como un palillo! ¡Qué estrecha de caderas! ¿Cómo vas a parir? Solo tienes bonitos los ojos, por eso mi Alejandro cayó. De lo demás, nada.

Lucía vaciló. ¿Era un cumplido o un insulto? No supo cómo reaccionar.

—Seguro que de pequeña enfermabas mucho —insistió Carmen—. ¿Dónde estaban tus padres?

—¡Nunca estuve enferma! —protestó Lucía—. ¡Mis padres me llevaban cada verano a la playa!

—Eso lo dice todo: te llevaban porque eras débil. ¡Se te olvidó! —remató la suegra con un gesto final.

Así era su «cariño»: imposible de agradecer sin una puya. Solo Alejandro y su hija Sofía, que vivía en otra ciudad, escapaban a sus críticas. A ellos los adoraba sin reservas.

Para el séptimo mes, Lucía temía menos el parto que otra visita de Carmen. Hasta pensó en cancelar su cumpleaños para evitarla, pero Alejandro insistió:

—Quiero celebrarte, Lucía. Una fiesta en familia es felicidad.

Él, acostumbrado al carácter de su madre, no veía el peso que sus palabras tenían para Lucía.

—¿Qué tal si lo hacemos en casa? —propuso él una semana antes—. Los restaurantes están llenos, y en tu estado es mejor no arriesgar.

—¿Por qué en casa? —preguntó ella, sin entusiasmo.

—El bebé viene pronto, ¿para qué exponerte a enfermedades? —argumentó él.

—Vale —suspiró—. Pero nada de banquetes, no tengo fuerzas para cocinar.

—¡Mamá vendrá antes y ayudará! —anunció Alejandro, radiante.

Lucía se tensó, los ojos oscurecidos.

—¿Fue idea de Carmen esto de quedarnos en casa?

—¡No tiene nada que ver! ¡Lo decidí yo! —se defendió él.

—¡Claro, como siempre! —estalló ella—. ¡Sin sus consejos no puedes ni respirar!

—Lucía, solo quiere lo mejor.

—¡Basta! Celebramos aquí, pero quien me ayude será mi madre.

—Los tuyos tardan una hora en venir desde el pueblo. Mamá vive a dos pasos —replicó Alejandro.

—Mis padres llegarán la noche anterior.

—¿Tanto desprecio?

—¡Otra palabra y les pediré que traigan al perro! —rugió Lucía.

—Sabes que no soporto los perros —recordó él.

—¡Exacto! —Ella se encerró en el dormitorio, dando un portazo.

La víspera del cumpleaños, los padres de Lucía, Isabel y Javier, llegaron con regalos y productos de su huerta. Isabel sabía que su hija no era supersticiosa, así que compró ropa para el bebé sin miedo. Lucía y Alejandro ya tenían la cuna y el cochecito, pero lo ocultaban de Carmen.

—Mamá, no menciones las cosas del bebé delante de Carmen —rogó Lucía.

—¿Sigue con sus tonterías? —preguntó Isabel.

—No me deja respirar —suspiró la hija—. Desde que estoy de baja, cada timbre me hace saltar.

—¿Y Alejandro?

—Él está bien, siempre en el trabajo. Pero mi suegra…

—Esto no puede seguir —frunció el ceño Isabel—. Mañana hablaré con ella.

—¡No, por favor!

—Llevo treinta años como madre. ¡No dejaré que te hagan sufrir!

Al día siguiente, los padres de Lucía ya revoloteaban por la cocina.

—¡Feliz cumpleaños, hija! —Javier la abrazó primero.

—¡Nuestra belleza, sé feliz! —añadió Isabel.

Lucía mostró orgullosa el regalo de Alejandro: un anillo y entradas para una exposición que deseaba ver.

—¡Qué suerte tener un marido así! —sonrió Javier—. Yo ni recordaría qué exposición le gusta a tu madre.

—Mamá, en un momento os ayudo —dijo Lucía.

—Yo pondré la mesa —se apresuró Alejandro.

La alegría se cortó con el timbre: era Carmen.

—¡Oh, los suegros! ¡Cuánto tiempo sin verlos! Qué poco visitan a su hija embarazada. ¿Para qué venir desde tan lejos? —soltó con sorna.

Isabel no se calló:

—Nosotros, Carmen, no molestamos a los jóvenes. No como algunos, que entran sin avisar. Pero el dinero sí lo enviamos puntual.

La suegra torció el gesto, pero calló: Isabel había dado en el blanco. La fiesta transcurrió con tensión, Lucía y Alejandro evitando la confrontación.

Al día siguiente, los padres de Lucía se marcharon. Alejandro salió al trabajo, y ella, deseando dormir, volvió a la cama. Pero el timbre sonó de nuevo.

—¡Abre! —rugió Carmen.

Lucía, nerviosa, la dejó pasar.

—Buenos días, Carmen. ¿Pasa algo?

—¿Durmiendo? ¡Arriba! ¡Prepara mi habitación! Me mudo con vosotros. ¡El parto se acerca!

Lucía se paralizó. ¿Vivir con su suegra? Era una pesadilla.

—Carmen, no hace falta. Alejandro y yo nos arreglaremos. Por favor, déjalo así. ¿Dónde va a dormir? ¿En el salón?

—¡Qué disparate! —bufó Carmen—. Comprad un sofá para la habitación del niño. Yo me quedaré ahí, lo cuidaré, le pondré horarios. ¡Lo criaré como debe ser!

Lucía sintió que el pelo se le erizaba. ¿Ahora tampoco dejaría que criase a su propio hijo?

—¡Viví hasta en la residencia universitaria con Alejandro! —continuó Carmen—. Lo alimenté, planché sus camisas, ¡hasta le ayudé con la tesis! Gracias a mí tiene una buena vida.

Temblando, Lucía llamó a Alejandro. Él llegó corriendo y, al ver a su madre, dijo:

—Mamá, vete a casa. No hace falta que te mudes. Ya soy mayor.

Carmen ardió de rabia. ¡Quería ayudar y la echaban!

—¡Desagradecidos! ¡No volveré a poner un pie aquí! —Escupió las palabras y se marchó.

Hasta el parto, Lucía y Alejandro vivieron en paz. Carmen no los molestó. El día de la recogida, llegaron los padresEl día de la recogida, llegaron los padres de Lucía y, contra todo pronóstico, Carmen apareció también, mirando al recién nacido con una mezcla de orgullo y rencor silenciado.

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