**Tormenta en la familia**
Hace unos días, mi hermana mayor, Carmen, me invitó a su casa. Quería que nos reuniéramos, tomáramos un café y charláramos de la vida, como en los viejos tiempos.
Tengo una familia numerosa: un hermano mayor y varias hermanas. Carmen tiene 38 años y es madre de cuatro hijos. Mi hermana del medio, Lucía, tiene 34, cuatro años menos. A mi hermano Javier le cumplen 32 este año, y yo, la más pequeña, con mis 27, todavía estoy labrando mi futuro. Después de mí vinieron las gemelas, Isabel y Sofía, de 25 años, y cada una ya tiene tres hijos. En casa nunca hay silencio, todos andan enredados en sus cosas, así que estas visitas son escasas y valiosas. Por eso me ilusionó tanto su invitación.
Carmen me dijo que fuera a comer y no aceptó un “no” por respuesta. Me quedé pensando qué llevarles a los niños. Siempre les mimo: juguetes, pasteles, golosinas, incluso libros alguna vez. Pero esta vez no ando boyante. Estoy ahorrando para la entrada de un piso, y cada euro cuenta. Al final, opté por algo sano: compré unos kilos de peras maduras. Con ese modesto detalle, me dirigí al pueblo cercano a Zaragoza donde vive mi hermana.
Carmen me recibió con cariño. Apenas entré, sus hijos corrieron hacia mí, alborotados y contentos. Ella se fue a la cocina a poner la tetera. El ambiente olía a expectativa: en la mesa ya había platos de postre y una espátula para el pastel. Todos parecían esperar que, como siempre, llegase con algo dulce y generoso. Pero en lugar de eso, les alargué la bolsa de peras.
Y entonces, el clima cambió. Los niños, que reían un segundo antes, se quedaron mudos. Miraron las peras, luego a mí, y, como por arte de magia, apartaron la bolsa. Sin decir palabra, se fueron a su habitación. Me quedé helada. Carmen, en el marco de la puerta, me lanzó una mirada como si hubiera cometido un delito. Y empezó el chaparrón.
—¿En serio, Alba? ¿Peras? —Su voz temblaba de irritación—. ¿Es que has decidido escatimar con mis hijos? Si no quieres gastarte nada, ¿para qué vienes?
Intenté explicarle mi situación, que estoy apretándome el cinturón para el futuro, pero las palabras se me atragantaban. La rabia y la pena me ahogaban. Me sentí humillada, como si mi pequeño gesto hubiera sido motivo para juzgar toda mi vida.
—Mira, Carmen, si lo único que te importa son los dulces y no yo, entonces ¿de qué vamos a hablar? —dije, conteniendo el grito.
El té se quedó frío. Agarré el abrigo y me marché, cerrando la puerta de un portazo. En el pecho, una mezcla de ira, dolor y decepción. Han pasado días, y aún no me repongo. No sé si podré mirar a mi hermana sin sentir ese regusto amargo.
Cada vez que repaso aquel día, me pregunto: ¿fue solo por las peras? ¿O es algo más profundo, que llevábamos años ignorando? Quizá hemos dejado de entendernos, de vernos como hermanas. No tengo respuestas, pero sí una certeza: ese día rajó algo entre nosotras, y no sé si podrá coserse.
*Moraleja: A veces, los regalos más humildes son los que más revelan. Y las heridas en el corazón no se curan con caramelos.*