**Tomates amargos: cómo las conservas arruinaron los lazos familiares**
Catalina Martínez llegó agotada después de un largo día. Iba a llamar a su vecina, pero antes de que pudiera tomar el teléfono, este sonó con fuerza, como si presagiara una tormenta. Era Lola, la hermana de su difunto marido, una mujer cuyas llamadas siempre traían preocupación. «¿Habrá pasado algo?», pensó Catalina. Lola no llamaba seguido, y cuando lo hacía, era como un rayo que caía sin previo aviso.
Catalina dudó un instante antes de responder.
—¡Catalina, ¿dónde te metes?! —le espetó Lola sin saludar—. ¡Es la sexta vez que te llamo!
—No había llegado a cogerlo… —respondió en voz baja, sintiendo el cansancio como un peso en los hombros.
—¡Claro que no! —se burló Lola con una risa cargada de ironía—. Te llamo por los tomates. Este año tienen una sal… ¡Que no hay quien los coma! Tengo una receta nueva, deberías probarla…
—No habrá más sal —la cortó Catalina con firmeza—. Ni tomates. Nada.
—¿Cómo que nada? —Lola se quedó sin palabras, su voz tembló de confusión—. ¿Estás enfadada?
Nueve meses atrás, en un pequeño pueblo de Castilla
Catalina soñaba cada año con reducir su huerto, pero cada primavera volvía a lo mismo: semillas, plantones, surcos… Un círculo sin fin. En el sótano se acumulaban botes de conservas del año pasado que ni sus hijos ni sus parientes se habían molestado en llevarse.
Antes, su marido, Antonio, la ayudaba con todo: cavaba, regaba, recolectaba. Pero hacía dos años que él no estaba, y Catalina se quedó sola frente al huerto y el desfile constante de visitas. Los parientes de Antonio venían a menudo, supuestamente a visitar la tumba, pero siempre se iban cargados de productos caseros. Lola, su cuñada, era la que más aparecía, siempre con exigencias y críticas.
Sus hijos iban menos, pero la ayudaban con las patatas. Lo demás lo hacía ella sola, especialmente sus preciados tomates y pepinos, que no dejaba que nadie tocara. Desde que su nuera, Lucía, una vez arrancó las zanahorias por error, Catalina no permitía que nadie se acercara a las plantas, excepto en la cosecha.
—Mamá, ¿para qué necesitas tanto? —le decía su hijo Pablo—. Te matas en el huerto y luego lo regalas todo. Mira a la vecina Rosa, solo tiene flores y frutales. Hasta las vende. Tú podrías hacer lo mismo, en lugar de dárselo a todos.
—¿Y ustedes qué, sin mis conservas? —respondía Catalina, aunque ya sin convicción.
—No hace falta tanto, lo compramos en el mercado —decía Lucía—. Mira, nosotros cogemos un par de botes, pero la tía Lola se lleva casi todo. ¡Nunca tiene suficiente! Ya es hora de que vivas para ti.
—Sí, pero… —intentaba decir Catalina.
—¡Nada de “peros”! —la interrumpía Pablo—. ¡A descansar!
Catalina sacó sus viejos paquetes de semillas y dudó. Tomates, pepinos, pimientos, hierbas… Lo tenía todo. Quizá comprar unas variedades nuevas. Pero entonces se detuvo. Sus hijos tenían razón. ¿Para qué? Decidió no plantar más que hierbas para su consumo. Conservas, solo unas pocas, para ella.
Pensó en las flores, pero no sabía nada de ellas. Iba a llamar a Rosa para pedirle consejo, pero antes de marcar, el teléfono sonó de nuevo. Era Lola.
—¿Habrá pasado algo? —pensó Catalina, con el corazón apretado por un mal presentimiento.
Lola rara vez llamaba, y menos en invierno. Sus visitas empezaban en verano, cuando el huerto daba fruto.
El teléfono calló, pero volvió a sonar. Catalina contestó.
—¡Catalina, ¿dónde te escondes?! —le gritó Lola—. ¡Llevo media hora llamándote! ¡Si en invierno no tienes nada que hacer!
—Es que no había cogido… —intentó explicarse.
—Da igual. Oye, esos tomates tuyos, ¡con la sal que les echas! Tienes que cambiar la receta. Y el vinagre, dicen que se puede sustituir por…
—No habrá sal, ni vinagre, ni azúcar —cortó Catalina con frialdad—. Se acabó, Lola.
—¿Cómo que se acabó? —Lola se quedó helada—. ¿Estás enfadada?
—No es eso. Estoy cansada. Voy a vivir para mí, a descansar. Mis hijos llevan tiempo diciéndomelo…
—¡Pues que te ayuden, entonces! —le interrumpió Lola.
—Mis hijos son maravillosos, me ayudan —respondió Catalina con calma—. Pero dime, Lola, ¿alguna vez te ha importado mi salud? Me han dicho que tengo el azúcar alto. Así que nada de sal ni azúcar.
—Todo eso está muy bien, ¡pero no te olvides de nosotros! —insistió Lola—. ¿Cómo va la siembra? ¿Ya estás preparando?
—Va bien —mintió Catalina, sonriendo para sus adentros. No había empezado, y ahora no lo haría. Cinco tomateras, para ella sola.
Tras colgar, llamó a Rosa.
—Pasa por aquí —le dijo—. Tomaremos un café, que estoy sola.
Charlaron de sus planes para el verano.
—Quiero plantar flores, pero no sé nada —confesó Catalina—. Tú hasta las vendes, y sin agobiarte.
—Las flores también dan trabajo —sonrió Rosa—. Pero no hay que envasarlas. Yo vendo macetas, mi nieta me ayuda por internet. Voy al mercadillo, pero sola es aburrido. Si fueras tú conmigo… Pero tú con tus botes lo tenías difícil.
—Ya casi no tengo botes, los parientes se los llevaron todos —suspiró Catalina—. No volveré a hacer conservas. Estoy harta. Encima me dicen que echo mucha sal…
—Yo desde el principio les dije que no, solo a mis hijos —confesó Rosa—. Si quieren verduras, que cojan la azada. Pero mis hijos viven lejos. Yo vivo para mí. En verano puedo irme, no tengo invernadero. Con dos gallinas tengo suficiente. ¡Pero tú tienes un ejército!
—¡Ah, las gallinas! —se animó Catalina—. Las venderé, me quedaré con dos, como tú. Huevos frescos y listo.
—¡Así me gusta, Catalina! —la felicitó Rosa—. ¿Vendrás conmigo al mercadillo? Tú con hierbas, yo con flores. Será divertido.
—¡Hecho! —sonrió Catalina.
Cuando sus hijos llegaron a plantar las patatas, se sorprendieron al ver los cambios. El invernadero estaba lleno de hierbas, como un campo esmeralda.
—Mamá, ¿te has vuelto agricultora de perejil? —se rio Pablo.
—Las hierbas están cotizadas —respondió ella—. Rosa vende flores, y yo perejil, cilantro y cebolletas. Ya voy por la segunda cosecha.
—¿Y luego qué, otra vez tomates, botes y visitas? —bromeó Lucía.
—¡Ni hablar! —cortó Catalina—. Solo para mí y para vosotros. Nada de botes. Rosa me recomendó plantas perennes, menos trabajo y más bonitas. Aunque aún no las he comprado.
—¡Nosotros te las compramos! —prometió Lucía—. Y haremos una pérgola para tomar el té y relajarnos. Tú y Rosa pueden charlar allí.
—¿Bonita? —preguntó Catalina con ilusión.
—¡La más bonita! —aseguró LucY así, entre risas y planes nuevos, Catalina sintió por primera vez en años que la vida, como sus flores, podía florecer a su propio ritmo.