**Tomates Amargos: Cómo las Conservas Destrozaron los Lazos Familiares**
Carmen Isabel, agotada tras un largo día, iba a llamar a su vecina cuando el teléfono estalló con un timbre estridente, como presagiando tormenta. Era Lola, la hermana de su difunto marido, una mujer cuyas llamadas siempre traían consigo inquietud. «¿Habrá pasado algo malo?», pensó Carmen. Lola rara vez llamaba, y cuando lo hacía, era como un rayo caído del cielo.
Con manos temblorosas, Carmen pulsó el botón para responder.
—¡Carmen, ¿qué haces ahí metida?! —La voz de Lola arremetió sin siquiera un saludo—. ¡Llevo seis llamadas perdidas!
—No he llegado a tiempo… —murmuró Carmen, sintiendo el peso del agotamiento sobre sus hombros.
—¡Claro que no! —soltó Lola con una risa cargada de sarcasmo—. Mira, llamo por lo de tus tomates… ¡Este año están que echan sal por los ojos! Tengo otro recete que deberías probar…
—No habrá más sal —la interrumpió Carmen, con un tono tajante—. Ni tomates. Nada.
—¿Cómo que nada? —La voz de Lola tembló de incredulidad—. ¿Es que te has enfadado?
Nueve meses atrás
Carmen Isabel, residente en el pequeño pueblo de Valdemorillo, había soñado incontables veces con reducir su huerto. Pero cada primavera, la rutina se repetía: semillas, surcos, trasplantes… Un círculo vicioso del que no podía escapar. En la bodega acumulaba tarros de conservas del año pasado, que ni sus hijos ni sus parientes se molestaban en recoger.
Antes, su marido, Javier, la ayudaba en todo: cavaba, regaba, cosechaba. Pero hacía dos años que él ya no estaba, y Carmen se enfrentaba sola tanto al huerto como a la interminable procesión de visitas. Los parientes de Javier venían a menudo: para visitar la tumba, charlar y, por supuesto, llenar bolsas con los frutos de la tierra. La más asidua era Lola, su cuñada, siempre con exigencias y críticas.
Sus hijos venían con menos frecuencia, aunque ayudaban con las patatas. El resto lo hacía ella, protegiendo especialmente sus tomates y pepinos, sin confiarlos a nadie. Después de que su nuera una vez arrancara las zanahorias junto con las malas hierbas, Carmen dejó de permitir que nadie se acercara a sus cultivos… excepto en la cosecha.
—Mamá, ¿para qué necesitas tanto? —preguntó su hijo Pablo—. Te matas en este huerto como una esclava y luego lo regalas todo. Mira a la vecina Luisa: solo tiene flores y frutales. ¡Hasta las vende! Tú podrías hacer lo mismo con las verduras, en vez de dárselas a todo el mundo.
—¿Y qué haríais vosotros sin mis conservas? —objetó Carmen, aunque con duda en la voz.
—No necesitamos tanto, lo compramos en el súper —respondió su nuera Laura—. Haz cuentas: nosotros cogemos un par de botes, pero la tía Lola se lleva casi todo. ¡Nunca tiene bastante! Es hora de que vivas para ti, no para ellos.
—Sí, pero… —empezó Carmen, pero Pablo la interrumpió.
—¡Basta de «peros»! ¡Es hora de descansar!
Carmen Isabel sacó los viejos paquetes de semillas y dudó. Tomates, pepinos, pimientos, hierbas… Todo estaba guardado. ¿Quizá comprar alguna variedad nueva? Pero entonces se detuvo. Sus hijos tenían razón: ¿para qué? Decidió no sembrar nada más que algunas hierbas. ¿Conservas? Solo unas pocas, para ella.
Pensó en las flores, aunque no sabía nada de ellas. Iba a pedir consejo a su vecina Luisa, pero antes de marcar, el teléfono sonó de nuevo. Era Lola.
—¿Habrá pasado algo? —pensó Carmen, con un nudo en el estómago.
Lola llamaba poco, y casi siempre para pedir algo. Ni siquiera recordaba los cumpleaños. Extraño que llamara en invierno; sus visitas solían empezar en verano, cerca de la cosecha.
El teléfono dejó de sonar, pero volvió a sonar al instante. Carmen respondió.
—¡Carmen, ¿dónde te metes?! —Lola atacó de inmediato—. ¡Llevo media hora llamándote! En invierno no tienes nada que hacer, ¿no? ¡Podrías estar descansando!
—No he podido… —empezó Carmen, pero Lola no la dejó terminar.
—Bueno, da igual. Te llamo por lo de los tomates: ¡están que no se pueden comer de tanta sal! Tienes que cambiar la receta, echar menos sal. Y dicen que el vinagre se puede sustituir por…
—No habrá sal, ni vinagre, ni azúcar —cortó Carmen con frialdad—. Se acabó, Lola.
—¿Cómo que se acabó? —se aturdió Lola—. ¿Es que te has enfadado?
—No me he enfadado. Estoy cansada. Voy a vivir para mí, descansar. Mis hijos llevan tiempo diciéndomelo…
—¡Pues que te ayuden ellos y tú descansa! —la interrumpió Lola.
—Mis hijos son estupendos, me ayudan —respondió Carmen con calma—. Pero tú… ¿te has acordado alguna vez de mi salud? El médico me dijo: azúcar alto, dieta necesaria. Así que ni sal ni azúcar.
—Eso está muy bien, ¡pero no te olvides de nosotros! —insistió Lola—. ¿Y los semilleros? ¿Ya los has preparado?
—Sí —mintió Carmen, aunque para sus adentros sonrió. Aún no había semilleros, y ahora no los habría. Cinco matas de tomates. Suficiente para ella.
Al colgar, llamó a Luisa.
—Pasa —dijo al teléfono—. Tomaremos un té, que sola me aburro.
Bebiendo té, hablaron del verano y sus planes.
—Quiero plantar flores, pero no entiendo nada —confesó Carmen—. Tú hasta las vendes, y sin agobiarte.
—Las flores también demandan cuidado —sonrió Luisa—. Pero no son como los tomates, no hay que encurtirlas. Las vendo en macetas, mi nieta ayuda por internet. Voy al mercado, pero sola es aburrido. Contigo sería distinto, pero tú no irías, ¿verdad? Con tus tarros, ya sería demasiado.
—Casi no me quedan tarros, los parientes se los llevaron todos —suspiró Carmen—. Y no haré más conservas. Estoy harta. Encima me dan lecciones de cuánta sal poner…
—Yo les dije que no a todos, menos a mis hijos —comentó Luisa—. ¿Quieren verduras? Pues la azada está ahí, que las cojan. Pero mis hijos viven lejos, no les interesa. Vivo para mí. En verano puedo irme; no tengo invernadero, no hay qué vigilar. Dos gallinas tengo, suficiente. ¡Y tú tienes un ejército!
—¡Ah, cierto, las gallinas! —se animó Carmen—. Venderé casi todas, dejaré un par como tú. Huevos frescos, y listo.
—¡Así se habla, Carmen! —la alabó Luisa—. ¿Y al mercado vendrás conmigo? Tú con hierbas, yo con flores. Ni aburrido ni cansado.
—¡Trato hecho! —sonrió Carmen.
Cuando sus hijos llegaron a plantar patatas, se quedaron boquiabiertos ante los cambios. El invernadero era un mar verde, como un campo de esmeraldas.
—Mamá, ¿te has vuelto comerciante de perejil? —bromeó Pablo.
—Las hierbas están cotizadas —respondió Carmen—Y, mientras el sol se ponía sobre Valdemorillo, Carmen sintió por primera vez en años que su vida, como sus flores, finalmente florecía.