**Tomates amargos: cómo las conservas rompieron los lazos familiares**
Isabel Martínez, agotada tras un largo día, iba a llamar a su vecina cuando el teléfono sonó con un timbre estridente, como presagiando tormenta. Era Carmen, la hermana de su difunto marido, una mujer cuyas llamadas siempre traían inquietud. *«¿Qué habrá pasado ahora?»*, pensó Isabel. Carmen rara vez llamaba, y cada vez que lo hacía, era como un rayo caído del cielo.
Isabel dudó un instante antes de contestar.
—¡Isabel, ¿qué haces que no contestas?! —la atajó Carmen sin siquiera saludar—. ¡Es la sexta vez que llamo!
—No he podido llegar a tiempo… —respondió Isabel en voz baja, sintiendo el cansancio como un peso en los hombros.
—¡Claro, como siempre! —Carmen soltó una risa cargada de ironía—. Te llamo por lo de los tomates… Este año están imposibles, pura sal. Tengo una receta mejor, deberías probarla.
—No habrá más sal —la interrumpió Isabel con firmeza—. Ni tomates. Nada de nada.
—¿Cómo que no? —la voz de Carmen tembló de confusión—. ¿Estás enfadada conmigo?
**Nueve meses antes**
Isabel vivía en un pueblecito tranquilo de Castilla, Villanueva de la Sierra, donde soñaba con reducir su huerto cada año. Pero, como un ciclo sin fin, cada primavera volvía a empezar: semilleros, bancales, siembras… En el sótano acumulaban polvo las conservas del año pasado, que ni sus hijos ni sus numerosos parientes habían querido llevarse.
Antes, su marido, Javier, la ayudaba en todo: cavaba, regaba, cosechaba. Pero desde que él falleció dos años atrás, Isabel se enfrentaba sola al huerto y a la interminable visita de familiares. Los parientes de Javier venían con frecuencia —a visitar la tumba, a charlar y, por supuesto, a llenar bolsas con los frutos de la tierra. Carmen, la hermana de Javier, era la más asidua, siempre con exigencias y críticas.
Sus hijos iban menos, pero ayudaban con las patatas. Lo demás lo hacía ella sola, sobre todo con los tomates y los pepinos, que guardaba celosamente. Después de que su nuera Marta una vez escupiese de agua las zanahorias hasta secarlas, Isabel dejó de permitir que nadie se acercara a las plantas, excepto en la cosecha.
—Mamá, ¿para qué tanto? —le preguntaba su hijo Daniel—. Te matas en el huerto como una esclava para luego regalarlo todo. Mira a la vecina Luisa: solo tiene flores y frutales, hasta las vende. Tú podrías hacer lo mismo con las verduras, en vez de dárselas a todo el mundo.
—¿Y qué haríais sin mis conservas? —replicaba Isabel, aunque con poca convicción.
—No necesitamos tanto, lo compramos en el supermercado —decía Marta—. Haz cuentas: nosotros cogemos un par de tarros y la tía Carmen se lleva casi todo para su familia. ¡Nunca tiene suficiente! Es hora de que vivas para ti, no para ellos.
—Es que… —empezó Isabel, pero Daniel la interrumpió:
—¡Basta de excusas! ¡Toca descansar!
Isabel sacó los paquetes de semillas viejas y dudó. Tomates, pepinos, pimientos, hierbas… Todo estaba preparado. ¿Quizá comprar unas variedades nuevas? Pero se detuvo. Sus hijos tenían razón: ¿para qué tanto? Decidió que no plantaría más que unas pocas hierbas. ¿Conservas? Solo para ella, y pocas.
Pensó en las flores, pero no entendía de ellas. Iba a llamar a Luisa para pedirle consejo cuando el teléfono sonó de nuevo. Era Carmen.
—¿Qué querrá ahora? —pensó Isabel, sintiendo un mal presentimiento.
Carmen casi nunca llamaba, salvo para pedir algo. Hasta los cumpleaños se le olvidaban. Qué raro que apareciese en invierno; sus visitas solían empezar en verano, cerca de la cosecha.
El teléfono dejó de sonar, pero volvió a timbrar al instante. Isabel contestó.
—¡Isabel, ¿dónde te metes?! —saltó Carmen—. ¡Llevo media hora llamando! En invierno no tenéis nada que hacer, deberías estar descansando.
—No he podido… —empezó Isabel, pero Carmen no la dejó seguir.
—Bueno, da igual. Lo de tus tomates: ¡tienen tanta sal que no se pueden comer! Deberías cambiar la receta, poner menos sal. Y dicen que el vinagre se puede sustituir por…
—No habrá más sal ni vinagre —cortó Isabel con firmeza—. Ni azúcar. Se acabó, Carmen.
—¿Cómo que se acabó? —preguntó Carmen, desconcertada—. ¿Te he ofendido?
—No me has ofendido. Solo estoy cansada. Voy a vivir para mí, descansar. Mis hijos llevan tiempo diciéndomelo…
—¡Pues que te ayuden ellos y así descansas! —la interrumpió Carmen.
—Mis hijos son muy buenos, me ayudan —respondió Isabel con calma—. Pero tú, ¿te has preocupado por mi salud? El médico me ha dicho que tengo el azúcar alto, necesito dieta. Nada de sal ni azúcar.
—Muy bien, pero ¡no nos dejes de lado! —insistió Carmen—. ¿Qué tal la siembra? ¿Ya has empezado?
—Va bien —respondió Isabel, aunque sonrió para sus adentros. No había empezado, y ahora ya no lo haría. Cinco matas de tomate, suficiente para ella.
Después de colgar, llamó a Luisa.
—Pasa por casa —le dijo—. Tomaremos algo, que estoy sola.
Al poco, charlaban tomando café.
—Quiero plantar flores, pero no sé nada de ellas —confesó Isabel—. Tú hasta las vendes, y sin complicarte.
—Las flores también requieren cuidado —sonrió Luisa—. Pero no hay que encurtirlas. Yo vendo más en macetas, mi nieta me ayuda por internet. Voy al mercadillo, pero sola es aburrido. Si fueras tú conmigo, sería distinto, aunque seguro que no irías. Con tus tarros de conserva, ya bastante tienes.
—Apenas me quedan, los parientes se lo llevan todo —suspiró Isabel—. No voy a hacer más. Estoy harta. Encima me dicen que pongo mucha sal…
—Yo desde el principio solo hice para mis hijos —dijo Luisa—. ¿Quieren verduras? Pues que cojan la azada. Pero mis hijos están lejos, no les interesa. Vivo para mí. En verano puedo viajar, no tengo invernaderos que cuidar. Dos gallinas tengo, es suficiente. ¡Y tú tienes un montón!
—¡Ah, las gallinas! —se animó Isabel—. Venderé casi todas, dejaré un par como tú. Con huevos frescos, basta.
—¡Así me gusta, Isabel! —la felicitó Luisa—. ¿Y al mercadillo vendrás conmigo? Tú con hierbas, yo con flores… Así no es tan pesado.
—¡Trato hecho! —sonrió Isabel.
Cuando sus hijos llegaron a plantar patatas, se sorprendieron al ver los cambios. El invernadero era un mar verde de perejil y cebollino.
—Madre, ¿te has vuelto agricultora de hierbas? —se rio Daniel.
—Las hierbas se venden bien —dijo Isabel—. Luisa vende flores, y yo perejil, cebollino, albahaca. Ya preparo la segunda tanda.
—¿Y luego qué? ¿Tomates, tarros y más visitas? —bromeó Marta.
—¡Ni hablar! —cortó Isabel—. Solo para mí y para vosotros. Nada de conservas. Luisa me dijo—Además, vamos a plantar geranios y lavanda, que dan menos trabajo y huelen maravilloso —concluyó Isabel, mientras compartían una tarta recién horneada bajo la pérgola que sus hijos le habían construido, disfrutando por fin de una vida hecha a su medida.