Tomás se encogió de hombros. ¿Cómo podía confesar que llevaba meses pensando en otra persona? ¿Que los años compartidos se habían convertido en una carga insoportable? En lugar de responder, dejó los papeles sobre la mesa. — La casa y el coche son tuyos.

Tomás volvió a casa exhausto, pero en su voz se notaba una firme determinación cuando se detuvo en el umbral de la cocina. Rafaela, como siempre, estaba ocupada cocinando y evitaba su mirada. Sentía el peso de las palabras no dichas oprimiéndole la garganta.

— Tenemos que hablar — comenzó, apoyándose en la encimera.

Ella permaneció en silencio, pero sus manos temblaron ligeramente. Sin esperar una respuesta, dijo directamente:
— Quiero el divorcio.

Rafaela se giró lentamente. En sus ojos no había lágrimas, solo una tristeza profunda que parecía atravesarle el alma.
— ¿Por qué? — preguntó en voz baja, como si temiera la respuesta.

Tomás se encogió de hombros. ¿Cómo podía confesar que llevaba meses pensando en otra persona? ¿Que los años compartidos se habían convertido en una carga insoportable? En lugar de responder, dejó los papeles sobre la mesa.
— La casa y el coche son tuyos.

Rafaela tomó los documentos y, tras un instante, los rompió en pedazos.
— No necesito tus cosas — susurró. — Pero tengo una condición.

Tomás arqueó una ceja.
— Durante un mes fingiremos que seguimos siendo una familia. Nuestro hijo se está preparando para la selectividad… — su voz tembló. — Y… cada mañana me llevarás en brazos desde el dormitorio hasta la puerta de entrada.

— ¿Qué? ¡Eso es absurdo! — murmuró, pero asintió. *Solo un mes*, pensó.

A la mañana siguiente, cuando la tomó en brazos, Mateo estalló en carcajadas.
— ¡Papá, parecen recién casados! — Rafaela se apoyó en su esposo, y su aroma — el mismo de siempre — de repente le hizo perder el equilibrio.

Día tras día, Tomás comenzó a notar los detalles: sus hombros frágiles, las ojeras profundas, la forma en que apretaba los dientes cuando creía que nadie la miraba. Una noche la vio probándose un vestido: le colgaba del cuerpo como si fuera una percha.

— Has adelgazado mucho — dijo sin pensar, rozándole la mano.

— Es solo el estrés — respondió ella, evitando su mirada.

En la última noche del mes, Rafaela yacía en la cama, respirando con dificultad. Tomás se sentó en el borde.
— ¿Por qué no me lo dijiste? — susurró, acariciando suavemente sus fríos dedos.

Ella esbozó una leve sonrisa.
— Mateo… tenía que creer que todo estaba bien.

Cuando cerró los ojos, el billete para Venecia — el que había comprado *para ella* — seguía en su bolsillo. Lo rompió y lo tiró a la basura.

Al funeral solo asistieron los vecinos. Mateo, sosteniendo la foto de su madre, preguntó:
— ¿Por qué nos dejaste, papá?

Tomás no respondió. Sabía que la verdad — la enfermedad, la infidelidad, los días en que Rafaela escribía cartas de despedida en lugar de luchar — permanecería dentro de él como una daga clavada en lo más profundo del corazón.

**Moraleja:** El amor no muere solo. Somos nosotros quienes dejamos que se apague cuando dejamos de escuchar los latidos del corazón.

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MagistrUm
Tomás se encogió de hombros. ¿Cómo podía confesar que llevaba meses pensando en otra persona? ¿Que los años compartidos se habían convertido en una carga insoportable? En lugar de responder, dejó los papeles sobre la mesa. — La casa y el coche son tuyos.