Tomamos la decisión de adoptar un perro del refugio.

Mis esposo y yo decidimos adoptar un perro de un refugio. Él quería comprar un perro de raza, pues pensaba que la raza simboliza nobleza, inteligencia y lealtad.

Sin embargo, le rogué que me acompañara a un refugio y, aunque con poca disposición, aceptó. Durante toda nuestra vida juntos, y ya hemos compartido bastantes años, Miguel nunca me contradice. ¿Por qué un perro y no un niño, se preguntarán? Somos personas solitarias de cierta edad avanzada. Ambos comprendemos el compromiso que implica traer una vida a nuestra familia.

Crear un hijo requiere tiempo, formación, y educación. Es un “proyecto” a largo plazo, mientras que con un perro estaremos juntos hasta el final. Será nuestro niño compartido con Miguel.
Al llegar al refugio, nos topamos con una escena desoladora. Un olor nauseabundo impregnaba el lugar, mezclado con los constantes ladridos y aullidos que desgarraban el alma. Todas las perros, como niños abandonados, nos miraban con esperanza, extendiendo un lazo invisible hacia nosotros.

Miguel y yo avanzamos por los interminables corredores de jaulas estrechas, mientras cientos de ojos seguían cada uno de nuestros pasos. ¡Dios mío! ¿Por qué sufren tanto estos animales? Creo que si no hubiera animales abandonados, tampoco habría niños rechazados, y los orfanatos desaparecerían por innecesarios.

Un animal, al igual que un niño, requiere paciencia, amor, cuidado, y además habla un “idioma extranjero” que no siempre tratamos de comprender, traduciendo a menudo según nuestra conveniencia.

De repente, Miguel se detuvo frente a una jaula. Allí yacía un perro, ajeno al mundo con una mirada apagada. No reaccionó a nuestra presencia repentina, como si fuera sordo y ciego. “¿Por qué este chucho, y no uno de raza?” —se acercó a nosotros el encargado del refugio.

“Es un rechazado, lo han traicionado y devuelto varias veces, parece que decidió morirse de hambre con tal de dejar atrás su vida miserable”, comentó con amargura una joven voluntaria sobre la historia de este pobre criatura. Miguel intentó hablar con el perro, pero este se volvió con desdén, ya no creía en los humanos.

“Verán, él es muy bueno, obediente, y aunque sea mestizo, es muy leal, a diferencia de los ‘reyes de la naturaleza’,” —dijo la joven con cierta esperanza, siguiéndonos y pendientes de cada movimiento. Extendí mi mano entre los barrotes para acariciar al perro. Sorprendido, se giró hacia mí, me miró intensamente y apoyó su hocico húmedo en mi palma. Su aliento cálido me cosquilleó la piel.

Me reí. El perro suspiró profundamente, se levantó y comenzó a mover la cola. “¡Milagro!” —exclamó la voluntaria—, “son los primeros en los que ha mostrado interés”. “El veterinario ya estaba por prepararlo para la eutanasia” —añadió el encargado del refugio, un hombre en general bueno, pero indiferente a su labor.

La joven comentó: “Ya saben, él lo entiende todo, y por las noches aúlla en silencio, lamentando su amarga suerte, hasta lágrimas le caen de los ojos”. “Ustedes no han visto llorar a los perros, ¡pero yo sí!” —dijo de repente con tristeza, desviando la mirada húmeda.

Fue inevitable ver el cambio en Miguel en ese momento. Se parecía tanto a ese perro, golpeado por la vida. Nunca olvidaré esa mirada, tan suplicante como la de un perro. Y junto a él, los ojos del perro. Mirándonos por largo rato, había una tormenta de emociones en su interior, no había olvidado las traiciones humanas, pero deseaba una familia. De repente, quiso vivir.

Aulló de forma lastimera, liberando todo su dolor. Alrededor de nuestro rincón se reunieron todos los trabajadores del refugio. Muchos lloraban abiertamente. Miguel se arrodilló frente al perro, como pidiendo perdón por los pecados de toda humanidad.

“Se llama Fiel”, dijo uno de los empleados, entregándonos la correa. Nos despidieron con calidez. Alguien, muy creyente, nos hizo la señal de la cruz discretamente. Este gesto selló para siempre nuestro vínculo trino.

Miguel olvidó por completo su idea de comprar un perro de raza. Es más, “comprar un perro” suena extraño, ¿no lo creen? ¿Acaso se puede comprar un amigo o se venden la lealtad y el amor?

El perro caminaba con nosotros, Miguel le soltó la correa para que disfrutara al máximo de su libertad. Parecía saber que estaría con nosotros hasta el fin y que ya nunca lloraría más.

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Tomamos la decisión de adoptar un perro del refugio.