Oye, pues verás, todo el mundo me decía que no me metiera, pero los ojos del perro suplicaban ayuda. Cuando intenté ayudarlo, pasó algo que no me esperaba para nada.
Hacía un día tan caluroso que el aire parecía vibrar. Iba caminando por la calle cuando, en el aparcamiento casi vacío de un supermercado, vi un coche plateado. Al acercarme, vi en el asiento trasero a un perro que apenas podía respirar, con el pelo empapado de sudor.
Las ventanas estaban cerradas, no había nadie alrededor solo el perro, tumbado en el asiento, perdiendo el conocimiento poco a poco.
El perro no ladraba ni gruñía, solo sufría en silencio. En el parabrisas había una nota: *”Vuelvo enseguida. Si puede ser, llame.”* Debajo, un número de teléfono.
Llamé. Al segundo tono, contestó un hombre.
¿Dígame?
Perdone, su perro está en el coche y se está desmayando. ¡Está muy mal!
Espere, no se meta donde no la llaman, esto no es asunto suyo dijo el hombre, y colgó.
Ya me iba a marchar, pero entonces miré al perro otra vez. Sus ojos me suplicaban ayuda, y vi que estaba a punto de desvanecerse del todo.
No lo pensé más: cogí una piedra, rompí el cristal y saqué al perro. Le eché agua, y al poco empezó a mover la cola débilmente.
Todo irá bien, cariño le susurré. Aquí estoy contigo.
La gente empezó a acercarse, unos trajeron una toalla, otros más agua. Y en ese momento llegó el dueño del coche y soltó algo que dejó a todos boquiabiertos.
Cuando apareció, el hombre ni siquiera miró al perro. Se quedó clavado en el cristal roto.
¿Quién ha roto mi ventanilla? ¿Tiene idea de cuánto cuesta?
Me levanté y le dije claramente: Yo la he roto.
En vez de agradecerme, me exigió que pagara el arreglo.
No le entiendo, señor. Le he salvado a su perro, ¿y esto es lo que me pide?
Ya le dije que no se metiera.
Yo he pagado por ese cristal dijo, y se marchó rápido, dejando al perro allí tirado.
Lo cogí y me lo llevé conmigo. Desde ese día, él y yo vivimos juntos, y nunca más dejé que se alejara de mí.





