Todos filmaban al niño agonizante, pero solo el motorista se detuvo para salvarlo

Todos grababan al niño moribundo, pero solo el motero intentó salvarlo.

El viejo con la chaqueta de cuero desgarrada se arrodilló junto al chico, sus manos callosas presionando el pecho sin vida mientras los demás solo alzaban sus móviles, hipnotizados por la tragedia. Yo lo observé desde mi coche, incapaz de moverme, mientras aquel hombre de barba blanca contaba las compresiones con una voz ronca, sus propias heridas manchando la camiseta del muchacho.

La madre gritaba, suplicando al cielo, pero nadie más se acercó. Los servicios de emergencia tardarían ocho minutos. Los labios del niño ya eran de un azul fantasmal. Entonces, el motero hizo algo que nadie esperaba: comenzó a cantar.

No eran órdenes ni rezos. Era “La Llorona”, entonada con un acento quebrado, cada verso sincronizado con las compresiones. Treinta. Dos respiraciones. Treinta. Dos respiraciones. “*Ay de mí, Llorona… Llorona…*”

El chicoAlberto, supe despuéshabía sido arrollado por un conductor borracho camino al Mercadona. El motero, Paco “El Zurdo” Ruiz, fue el primero en llegar, tirando su vieja Ducati al suelo para evitar lo inevitable. Mientras los demás llamaban al 112, él se arrastró por el asfalto, ignorando su brazo dislocado.

“Agárrate, niño”, murmuraba entre versos. “Mi hijo tenía tu edad. Aguanta un poco más.” Pero el pulso no volvía.

Soy Lucía Mendoza, y fui una de las decenas que vieron cómo Paco salvó una vida esa tarde. Pero hubo un precio. Un precio del que nadie habla cuando comparten el vídeo en redes.

Todos en el barrio lo conocían. Imposible no notar a un motero viejo con una cicatriz que le cruzaba la mejilla y una moto que resonaba como un terremoto. Las madres apartaban a sus hijos cuando pasaba. Los tenderos se ponían tensos. La chaqueta de cuero y las botas gastadas eran suficientes para juzgarlo.

Hasta ese martes.

En el aparcamiento, el sonido del impacto fue seco, como un hueso rompiéndose. Alberto voló varios metros, su mochila de instituto abierta, los libros esparcidos. La madre llegó corriendo, las bolsas de la compra cayendo al suelo, los tomates reventándose contra el cemento.

“¡Ayuda! ¡Por favor!” gritaba, pero nadie se movía.

Excepto Paco.

Sangraba por la cara, el brazo izquierdo colgando inútil, pero se arrodilló junto al chico y buscó un latido con dedos temblorosos. “Nada”, gruñó, y empezó las compresiones con su único brazo útil. “Alguien que cuente. Yo no puedo.”

Nadie contó. Solo filmaban.

Así que Paco lo hizo todo. Comprimió, respiró, cantó. Una canción de cuna que su abuela le enseñó en algún pueblo perdido de Extremadura. La misma que tarareaba en el desierto, décadas atrás, cuando era médico militar y salvaba vidas bajo el sol implacable.

A los cinco minutos, su voz empezó a quebrarse. El sudor le corría por la barba, mezclándose con la sangre. Pero no se detuvo. “*Llorona, llévame al río…*”

Algo en esa melodía rompió el hechizo. Una enfermera, Rosa, salió de entre la multitud y tomó el relevo. Un carpintero se arrodilló al otro lado. Hasta los chavales que antes se burlaban de Paco ahora callaban, hipnotizados.

Siete minutos. Ocho. Las sirenas se acercaban, pero Paco ya no veía bien. Sus labios estaban blancos, su respiración entrecortada. Aun así, seguía insuflando aire en los pulmones de Alberto, tarareando entre jadeo y jadeo.

Llegaron los paramédicos y lo apartaron con cuidado. “Primero el niño”, escupió Paco, aunque su camisa estaba empapada de rojo.

Y entonces, el milagro: Alberto tosió.

Fue apenas un suspiro, pero suficiente. Lo subieron a la ambulancia, su madre agarrando la mano de Paco antes de irse. “Dios se lo pague”, le dijo.

Paco solo asintió. Después, se desplomó.

Lo sostuvimos entre variosla enfermera, el carpintero, incluso el menda que siempre lo miraba mal. Sangraba por dentro, eso se notaba.

“Quédate con nosotros, viejo”, ordenó Rosa, palpándole el cuello. “Ya hiciste lo difícil.”

Paco sonrió, sus ojos vidriosos mirando al cielo. “*Llorona… de azul celeste…*”, musitó. Y entonces, como si esa canción fuera el último hilo que lo mantenía aquí, lo soltó.

Murió antes de llegar al hospital. Alberto sobrevivió.

Y ahora, cada vez que escucho “La Llorona”, veo a Paco, arrodillado en el asfalto, cantándole a la muerte hasta que ella lo llevó consigo.

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