Todos filmaban al niño moribundo, pero solo el motero intentó salvarlo.
El viejo motorista comenzó a practicar RCP al muchacho agonizante mientras los demás grababan, paralizados por el miedo. Yo observaba desde mi coche, petrificada, mientras aquel hombre de más de setenta años, con la chaqueta de cuero desgarrada, comprimía el pecho del chico al ritmo de una voz ronca, más áspera que el pedregal.
La madre del joven gritaba, suplicando a Dios, rogando a cualquiera. Pero solo el motero reaccionó. Su propia sangre caía sobre la camiseta blanca del chico mientras contaba las compresiones con obstinación.
Los servicios de emergencia tardarían aún ocho minutos. Los labios del chico estaban azules. Y entonces, el motero hizo algo que nadie olvidaría.
Empezó a cantar.
No contaba repeticiones. No rezaba. Entonó “La Llorona” con un acento roto, mientras seguía presionando aquel pecho joven, sus lágrimas mezclándose con la barba gris.
El aparcamiento enmudeció, salvo por su voz y el ritmo de las compresiones. Treinta y dos. Treinta y dos. Treinta y dos. “*Ay de mí, Llorona…*”
El chico había sido arrollado por un conductor borracho camino al Mercadona. El motero fue el primero en llegar, tirando su Ducati para esquivar al mismo coche. Mientras otros llamaban al 112 y guardaban distancia, él se arrastró por el asfalto hasta alcanzar al muchacho.
“Agárrate, niño”, repetía entre versos. “Mi nieto tiene tu edad. No me dejes ahora”. Pero no bastaba…
Me llamo Lucía Mendoza, y fui una de las cuarenta y siete personas que vieron cómo Ramón “El Lobo” Salazar salvaba una vida aquel día. Pero nadie habla del precio que pagó.
Lo había visto por el barrio durante años. Era difícil ignorar a un motero viejo con girasoles pintados en el casco y una moto que rugía como tempestad. Los tenderos fruncían el ceño cuando aparcaba. Las madres apartaban a sus hijos. Barba blanca y chaqueta de cuero equivalían a peligro en la mente de muchos.
Esa tarde de jueves lo cambió todo.
Estaba en mi coche, revisando el móvil, cuando escuché el impacto. El golpe seco de metal contra carne. El chirrido de frenos. Y luego, el rugido de la Ducati deteniéndose en seco cuando El Lobo la tiró al suelo, las chispas saltando al arrastrar el cromo por el pavimento.
El chicoÁlvaro Jiménez, supe despuésllevaba el uniforme del Mercadona, seguramente llegando tarde a su turno. La furgoneta del borracho lo había lanzado cinco metros. Cayó como un muñeco de trapo, las piernas en ángulos inhumanos, un charco oscuro creciendo bajo su cabeza.
Todos formaron un círculo. Los móviles se alzaron al instante. Pero nadie tocó al chico. Nadie sabía cómo actuar. Su madre apareció de pronto, dejando caer las bolsas de la compra, los tomates rodando por el suelo mientras se arrodillaba a su lado.
“¡Ayudadle!”, gritaba. “¡Por favor, que alguien haga algo!”
Entonces, El Lobo se movió. Sangraba por su propia caída, el brazo derecho colgando torcido, las heridas asomando entre los jirones de la chaqueta. Pero gateó hasta Álvaro sin vacilar, buscando un pulso con dedos temblorosos.
“Nada”, anunció, comenzando las compresiones al instante. “Que alguien cuente. Mi brazo derecho no responde”.
Nadie se acercó. Solo seguían grabando.
Así que El Lobo contó él solo, presionó con un solo brazo y una terquedad feroz, insuflando vida en esos pulmones quietos mientras el resto nos quedábamos inmóviles como estatuas.
“Uno, dos, tres…” Su voz era firme pese al dolor. Experta. Como si hubiera hecho esto antes.
Y así era. Ramón Salazar había sido médico militar en Ifni. Salvó a catorce hombres en una sola noche, ganó una condecoración que nunca enseñó. Volvió a casa entre silencios, encontrando refugio en un club de moteros que entendía lo que la guerra le había robado.
Pero esa tarde, solo vi a un hombre viejo negándose a dejar morir a un chaval.
A los cinco minutosuna eternidad en RCPEl Lobo empezó a flaquear. Su brazo bueno fallaba. El sudor le corría por la barba. Entonces empezó a cantar “La Llorona”, la misma canción que su abuela le enseñó, la que tarareaba mientras vendaba heridas en el desierto cincuenta años atrás.
“*Llorona, llévame al río…*”
Algo en esa voz cascada rompió el hechizo. Una enfermera fuera de servicio se abrió paso, tomando el relevo cuando las fuerzas de El Lobo menguaban. Un fontanero se arrodilló a su lado, preparado para rotar. La madre apretaba la mano de su hijo, sumándose a una canción que no conocía.
“*Tápame con tu rebozo…*”
Todo el aparcamiento cantó. Cuarenta y siete desconocidos unidos por la desesperada melodía de un motero. Incluso los chiquillos que antes se burlaban, incluso el oficinista que se quejaba del ruido, incluso yola