**Todas aguantan**
—Ay, hola, hola, reino del desorden. Vero, que estás todo el día en casa. Podrías haber fregado los platos —reprochó su madre, apenas pisando la cocina.
Vero, en ese momento, sacaba la ropa de la lavadora. Las sábanas le colgaban inertes de los brazos, frías contra su piel. Los dedos le temblaban de cansancio, la espalda le dolía y apenas podía enderezarse.
En la otra habitación, alguien sollozó. Lucas. Se había despertado otra vez.
—Mamá, ¿de verdad solo puedes pensar en eso? —preguntó Vero con mirada apagada—. Sabes que los niños están enfermos.
Lidia dejó la bolsa de naranjas sobre la mesa. Recorrió la cocina con la mirada, como una inspectora experimentada, y suspiró con desánimo.
—Es que no entiendo cómo se puede vivir en esta pocilga. Solo tienes dos hijos, no diez. Y un marido.
Vero no contestó. Colgó la funda en el radiador y se quedó quieta un momento, encorvada. Le hubiera gustado gritarle a su madre que dos hijos también eran difíciles, pero ya no le quedaban fuerzas para alzar la voz.
Toda su energía se había ido en los caprichos de Lucas, en bajarle la fiebre a Sofía, en cocinar sin parar, en las prisas para llevarlos al cole y en las noches en vela. Todo eso le pesaba como una losa. Y, para rematar, su madre con su obsesión por la limpieza.
Vero se dirigió al pasillo para respirar un poco. Asomó la cabeza al dormitorio. Sofía dormía, con sus rizos pegados a la frente. Lucas ya estaba sentado en la cuna, frotándose los ojos con los puños.
—Pensé que venías a ayudarme —susurró Vero, regresando a la cocina con su hijo—. Los platos pueden esperar, mejor quédate con los niños.
—Vero, ¿de quién son los niños? Tuyos. Yo ya no soy una chiquilla. Se me da mejor fregar que cuidar niños.
—¡Mamá! ¿Puedes olvidarte por un segundo de tus malditos platos y dejar de buscar motivos? ¡Tengo a una con fiebre y al otro todo el día en brazos! Llevo tres noches sin dormir. Ni tus naranjas, ni tus sermones, ni fregar el suelo van a ayudarme.
Lidia apretó los labios. Sus fosas nasales se ensancharon levemente de indignación.
—Ayudo como puedo.
—No, no ayudas. Solo presionas. Como siempre.
Vero dejó a Lucas en el parque, cogió la bolsa de fruta y se la tendió a su madre.
—Llévate tus naranjas y vete. Por favor.
En ese momento, hasta Lucas se quedó callado. Lidia miró a su hija con desdén, luego la bolsa. La arrebató de las manos de Vero como si contuviera una bomba y se marchó.
Cuando el fuego en su pecho se apaciguó un poco, Vero se sentó en el suelo junto al parque y abrazó a su hijo. Este estornudó contra su hombro. La mujer suspiró: justo lo que le faltaba.
Antes siempre aguantaba y soportaba en silencio los ataques de su madre. A lo sumo, rechinaba los dientes. Porque… bueno, era su madre. Así se hacía. Muchas de sus amigas tenían familiares así. No solo madres. Abuelas, suegras. Todas aguantan.
Vero esperaba que su madre cambiara algún día, pero nunca lo hizo.
En su infancia fue igual. Nunca olvidaría un día en quinto de primaria, cuando quedó tercera en la olimpiada de lengua. Le dieron un diploma y una tableta de chocolate como premio. Brillaba de orgullo al dársela a su madre. Iba a decir que, en parte, era también mérito suyo, pero no tuvo tiempo.
—¡Otra vez has manchado el abrigo de plumas! Y así por la calle —se lamentó Lidia—. Eres una niña. Deberías ser más cuidadosa.
Si encontraba un suficiente en las notas, montaba un escándalo. Cuando Vero fregaba el suelo, revisaba meticulosamente detrás de los radiadores y las puertas.
Lidia nunca la elogió. En el mejor de los casos, callaba. En el peor, buscaba algo con qué herirla. Los cumplidos parecían racionados, y nunca le tocaban a Vero.
Manuel, su marido, lo sabía. Había escuchado más de una vez a Lidia decir cosas como:
—¿Para qué tantos juguetes? Cuando tú eras pequeña, con unos puzzles y cubos de madera bastaba.
Vero evitaba invitar a su madre a comer. Pero si no quedaba más remedio, ya estaba preparada para la siguiente crítica.
—La carne otra vez seca. La has quemado.
En cambio, que su madre le preguntara por su salud o sus asuntos… Jamás ocurrió.
Esa noche, Vero le escribió a Manuel para desahogarse. Él sabía que su hija estaba enferma. Sabía que su mujer estaba agotada. Sabía cómo era su suegra. Pero no podía ayudar: estaba de viaje. Al menos podía escucharla.
—La he echado —le escribió—. No ayuda en nada y solo me saca de quicio.
—Bien hecho —contestó él al instante—. Ya era hora.
Vero se sintió más aliviada. Ahí estaba la confirmación de que había hecho lo correcto. Necesitaba oírlo de alguien que conocía a su madre desde fuera.
No pudo dormir. Despertó con un ataque de tos. La habitación estaba oscura, solo la lucecita roja del televisor se veía. Buscó el móvil bajo la almohada. Las cinco y media. Ni siquiera había amanecido.
Lucas se movía inquieto en la cuna. A su lado, Sofía gimoteaba y se revolvía.
Vero se incorporó. La cabeza le latía como si la hubieran martilleado. La garganta le picaba y las piernas le pesaban como plomo.
Llegó a la cocina y abrió la nevera. Vacía. Una botella de leche pasada, un paquete casi vacío de queso fundido, unos huevos. Por ahí quedaban dos trozos de pan duro y un paquete de macarrones.
Quizá pudiera apañar un desayuno, pero ¿y después? Además, se le acababan las medicinas de Sofía. Y a ella tampoco le vendría mal algo para la tos. Pero ¿cómo ir con los niños solos? En su pueblo no había hombres de reparto, menos para medicamentos.
—Tengo que ir a la farmacia. Pero no tengo con quién dejar a los niños… No sé qué hacer —le escribió a su marido.
—Hablaré con Lucía —contestó él media hora después.
Vero sonrió con escepticismo. Lucía vivía pegada al móvil y al portátil. Tenía un blog, grabaciones, edición, cursos y su trabajo. Ni siquiera podía permitirse un perro, aunque quería uno, por falta de tiempo. ¿Y ahora iba a dejar todo por ella, los niños y una cuñada enferma?
No se hacía ilusiones, pero dos horas después llamaron a la puerta. Era Lucía. Se alisaba el pelo revuelto, jugueteaba nerviosa con el cuello de la camisa, pero allí estaba.
—Oye, ¿me das un vaso de agua? En el atasco se me ha secado la garganta. Sírveme mientras me lavo las manos y voy a ver a Lucas.
A Vero casi se le cayó la mandíbula. Lucía entró en la habitación como si nada, se inclinó sobre la cuna, sonrió y le tocó los deditos al niño.
—¿Quién es este enfadadito? ¿Me enseñas tus juguetes? ¿O eres más de romper los peines de mamá? Me han dicho queLucía le pasó el móvil a Vero con una lista de medicamentos ya escrita y, mientras abrazaba a Lucas, murmuró: “Vete tranquila, aquí estamos bien”, y Vero entendió que, aunque la familia a veces duele, hay personas que sin ser sangre terminan siendo el refugio que necesitas.