Todo tiene un precio. Ahora estoy tan solo como un perro callejero…
Les escribe un hombre de más de setenta años. Quiero contar mi historia, quizás como advertencia para otros.
Vivo en una ciudad provinciana de tamaño considerable, pero solo veo rostros ajenos. Las paredes de mi casa dejaron de ser hogareñas hace décadas, y las calles que recorría con paso firme ahora se sienten yermas y gélidas. Nadie me espera. Nadie pregunta por mí. Así paga el pasado…
Al mirarme al espejo, no reconozco al reflejo. Rostro demarcado, cabello blanco, hombros encorvados y mirada apagada. ¿Dónde quedó aquel vividor que amaba a las mujeres, los festines y la buena vida? ¿El galán arrogante que creía tener el mundo a sus pies? Ahora solo hay un anciano exhausto, invisible para todos…
**Culpas de antaño**
Fui un donjuán, un mimado de la fortuna. Seducía mujeres hermosas con facilidad, luego las olvidaba sin remordimiento. «Solo se vive una vez», me repetía. Entonces me creía sabio.
Tuve esposa: Catalina, mujer bondadosa y paciente. Soportó quince años de matrimonio, aunque jamás le di tregua. Desaparecía noches enteras, volvía ebrio, incluso llevaba a casa muchachas de dudosa reputación. Ella callaba, aguantaba, esperaba que cambiara.
Pero yo no cedía. Creía que jamás se iría, que su destino era sufrir. «¿Adónde irías, querida?», le solté con sorna cuando me exigió elegir entre cambiar o perderla.
Su respuesta fue silenciosa y definitiva. Un día empacó sus cosas, tomó a los niños y partió al extremo opuesto del país. Sin dramas, sin reproches. Simplemente se esfumó.
Al principio lo ignoré. Seguí mi vida, recordándolos solo de vez en cuando. No pagaba pensiones con regularidad, y ellos nunca reclamaron. Una Navidad, envié regalos sorpresa. La caja volvió días después, sin abrir…
Me encogí de hombros. «Ya volverán», pensé. Pero los años pasaron en silencio.
**Vejez solitaria: sentencia final**
Nunca imaginé la vejez. De joven, creí que la juventud era eterna. Odio los trabajos estables; prefería la juerga. Saltaba de empleo en empleo, burlándome de quienes ahorraban o construían hogares.
Ahora mi «libertad» se traduce en una pensión miserable que apenas cubre medicinas. Ya ni recuerdo el sabor de un caldo caliente. A veces duermo con el estómago vacío, pero ¿a quién quejarme?
Hace poco encontré a un viejo compañero en la calle. Arrugado, pero arreglado y sereno. Tenía casa, familia, hijos. Me dio una palmada en el hombro:
—Nicolás, fuiste un rey… ¿y ahora qué eres?
No supe responder. Un nudo cerró mi garganta. Solo me quedan recuerdos y remordimientos. No quiero lástima. Todo esto es culpa mía.
Mientras otros edificaban familias, yo bebía en tabernas con falsos amigos.
Mientras otros ahorraban euros, yo los malgastaba en amantes.
Mientras otros pensaban en el mañana, yo solo anhelaba la noche.
Ahora, cuando necesito a mis hijos, no me atrevo a llamar. Quizás tenga nietos, pero moriré sin ver sus rostros.
**Consejo tardío para quienes aún pueden rectificar**
No repitan mis errores. La juventud no es infinita. La familia no es un derecho, sino un frágil regalo. Cuiden a los suyos.
Porque un día podrían terminar en un piso vacío, donde ni el eco responde al «Hola»…