—Apareció con una sola mochila —la voz de Lucía temblaba mientras le contaba a su amiga sobre su marido, sentadas en su pequeño piso de alquiler en Sevilla—. Lo dejó todo a su familia. Y cada mes, puntual como un reloj, paga la manutención. Y yo… no sé cómo vamos a seguir adelante.
Hace diez años, Lucía, entonces una estudiante de 19 años, se enamoró de Javier. Él tenía 34 y estaba casado. La diferencia de edad no los detuvo. Su pasión lo eclipsó todo: Javier abandonó a su esposa e hijos por Lucía. Siguen juntos, en unión libre en Sevilla, pero su felicidad está ensombrecida por un pasado que los hunde.
Cuando Javier dejó a su familia, sus hijos tenían 6 y 9 años. Ahora son adolescentes, pero entonces eran solo unos niños que necesitaban a su padre. Al irse, Javier le dejó todo a su exmujer, Marina: el piso, el coche, sus ahorros. Pero junto con las posesiones, también le dejó a su madre, Carmen, que se convirtió en una carga para ella.
Todo empezó en el pequeño estudio que Marina heredó de su abuela. Cuando nacieron los niños, se hizo evidente que no había espacio. Entonces Carmen, recién jubilada, ofreció ayuda. Tenía un modesto apartamento en una ciudad cercana. Lo vendió, y los jóvenes esposos encontraron comprador para el estudio de Marina. Juntando el dinero, compraron un amplio piso de tres habitaciones, donde Carmen se convirtió en dueña al mismo nivel que su hijo y nuera.
La idea parecía buena: la abuela ayudaría con los niños y viviría cerca de la familia, en lugar de sola. Al principio, todo iba bien. Carmen cuidaba de los pequeños, cocinaba, y Marina, sin alargar las bajas maternales, volvió pronto al trabajo. El dinero alcanzaba para todo: vacaciones, un buen coche, muebles nuevos. Había discusiones, claro, pero en general, la familia era feliz. Carmen era como una segunda madre para los niños y un apoyo para Marina.
Hasta que apareció Lucía. Javier se enamoró como un adolescente y, sin pensarlo dos veces, abandonó a su familia. Se fue, dejándole el piso a Marina… y también a su madre. Carmen se quedó en esa casa porque no tenía adónde ir. Al principio, intentaron llevarse bien por el bien de los niños. Marina y su suegra compartían la rutina, evitando conflictos. Pero sin Javier, que era el nexo entre ellas, todo se desmoronó.
El piso, antes lleno de calidez, se convirtió en una fría convivencia forzada. Marina, que apenas rozaba los 40, criaba a dos adolescentes sola. Carmen, con sus piernas enfermas y mirada cansada, ocupaba una de las habitaciones. Casi no hablaban, evitándose mutuamente. La nuera y la suegra, que alguna vez compartieron risas y cafés, eran ahora extrañas. Cada mirada, cada paso en el pasillo, era un recordatorio de que aquello ya no era un hogar, sino un campo de batalla.
Marina le pidió a Javier varias veces que ayudara a dividir el piso. Carmen también le rogó a su hijo que buscara una solución para vivir aparte. Pero Javier, ahora pagando una hipoteca por el alquiler con Lucía, no tenía dinero. Se encogía de hombros:
—Ya hago todo lo que puedo. Pago la pensión, ¿qué más quieren?
Lucía, al escucharlo, sentía un pellizco de culpa. Sabía que por su culpa, su familia estaba así, pero no podía cambiarlo. Le dolía ver a Javier desgarrado entre su deber con sus hijos y su nueva vida.
Mientras, en ese piso del centro de Sevilla, continuaba una guerra silenciosa. Marina, agotada por el trabajo y la crianza, veía en Carmen el recordatorio de la traición de su marido. Carmen, sola y enferma, se sentía una carga sin poder irse. Los niños, creciendo entre dramas adultos, se encerraban en sí mismos sin entender por qué su casa era tan fría.
Vivían bajo el mismo techo, pero cada uno en su soledad. Lo que alguna vez fue una familia unida, llena de risas y aroma a bizcocho recién hecho, era ahora solo una sombra del pasado. Marina soñaba con libertad, Carmen con paz, y Javier, al elegir un nuevo amor, solo dejó destrucción a su paso. Nadie sabía cómo recuperar el calor perdido.