—Isabel Martínez, había un hombre extraño en el parque que se acercó a tu Lucía.
—¿Qué quieres decir con que se acercó? ¿María, qué estás contando? ¿Dónde está? ¿Quién era?
—¡Cómo voy a saberlo! Me acerqué a preguntarle quién era, pero salió corriendo como si llevara el diablo detrás.
—No me gusta nada esto. ¡Lucía! ¡Ven aquí, hija!
La niña de cinco años, con sus coletas rebeldes bailando al ritmo de sus pasos, se acercó a Isabel y le regaló una sonrisa luminosa.
—¡Mamá! ¡He visto unos perritos muy monos!
Isabel escudriñó el rostro de su hija, intentando descifrar qué había pasado en el parque en su ausencia. Lucía parecía la misma de siempre, pero el corazón de madre no se calmaba.
—¿Dónde los viste? ¿Quién te los enseñó?
Lucía la miró extrañada y se encogió de hombros.
—Nadie me los enseñó, los vi yo sola. Había tres: dos negros y uno con manchas blancas. Vamos, te los enseño.
Isabel la agarró del brazo y preguntó con firmeza:
—¿Quién se te acercó? ¿Un señor? ¿Qué te dijo? ¿Te hizo algo?
La niña frunció el ceño, aún más confundida.
—Mamá, ¿qué te pasa? Se te nota la voz temblona. Ningún señor me hizo nada, ¿de qué hablas? Solo vino un hombre muy simpático y me preguntó si conocía a Isabel Martínez de Soto.
El corazón de la mujer dio un vuelco. ¿Quién podía ser? ¿Sería él? ¿Quién más podía interesarse por ella, sabiendo su nombre completo?
—¿Cómo era ese hombre tan simpático?
Pero Lucía no pudo responder. El teléfono de Isabel vibró en el bolsillo. Era su marido, y no podía ignorar su llamada.
—¿Sí, cariño?
La idea del “hombre simpático” que había hablado con su hija no dejaba de dar vueltas en su cabeza. No tenía intención de contarle a su marido sobre el desconocido, y a Lucía le había advertido que no lo mencionara.
—Para que papá no se preocupe— le había explicado, y la niña, obediente, no hizo más preguntas.
Aquella noche Isabel dio vueltas en la cama, víctima del insomnio. Amaneció con jaqueca y un cansancio que le pesaba como una losa. Cada movimiento le provocaba un dolor punzante, así que decidió que ese día sería para descansar.
—Vayamos a cenar fuera— le propuso su marido, e Isabel aceptó con alivio.
Su segundo matrimonio era muy distinto del primero. Con Javier se sentía segura, protegida, y él siempre la trataba con cariño.
—¡Qué buena idea!— dijo, con una sonrisa.
El ánimo mejoró, pero al salir y subir al coche, Isabel distinguió una figura masculina frente al portal de al lado. Se quedó paralizada, sintiendo el corazón acelerado, esforzándose por ver mejor.
—Isabel, ¿qué haces?— la voz de Javier llegó desde el coche.
—Mamá, ¡sube! ¿Qué miras?
Isabel entró lentamente, sin perder de vista al desconocido, que permanecía inmóvil a diez metros del vehículo. Cuando arrancaron, un nudo le apretó el pecho, como si el corazón le pesara demasiado.
En el restaurante, Isabel no logró relajarse. Mientras Javier salía a atender una llamada, la voz de Lucía la sacó de sus pensamientos.
—Mamá, hoy he vuelto a ver a ese hombre simpático.
Isabel contuvo un grito. Miró a su hija y supo: aquel hombre que la había borrado de su vida hacía más de diez años, había vuelto. Los recuerdos de él eran una mezcla de dulzura y amargura. ¿Cómo seguiría ahora con esa sombra acechándola?
—¿Lo viste esta tarde?— preguntó, casi sin pensar.
Lucía asintió.
—Sí, cuando salíamos. Estaba mirándonos fijamente.
Después de la cena, que se le hizo eterna, Isabel se levantó con alivio. Javier la tomó de la mano y murmuró:
—¿Qué pasa, Isa? No estás bien.
Intentó callar, pero no pudo. Lo quería demasiado para guardarle secretos.
—Javi, Álvaro ha vuelto.
Su marido se detuvo, soltó su mano y la miró con preocupación.
—¿Álvaro? ¿Te llamó?
—Mamá, ¿quién es Álvaro?— intervino Lucía.
—Un… conocido— respondió Isabel evasiva, luego miró a Javier—. No me llamó. Lo vi ayer y hoy cerca de casa. Es él.
Javier no dijo nada. Al llegar al portal, Isabel supo que el encuentro era inevitable. Álvaro estaba allí, escudriñando cada coche que pasaba, hasta que sus miradas se cruzaron.
—Tienes razón— dijo Javier—. Es él. Te encontró.
—¿Me dejas hablar con él?— preguntó ella con voz temblorosa—. Si prefieres que no…
—Isa— Javier le tocó la mano—. Es tu hijo. No puedo prohibírtelo.
Isabel asintió y al volverse, vio a Lucía dormida en el asiento trasero. Javier entendió sin palabras.
—Ve. Daremos una vuelta por el barrio.
Isabel salió del coche y se acercó a Álvaro. Llevaban más de diez años sin verse, y el tiempo había dejado su huella en él. Las arrugas marcaban su rostro, el cabello más fino, pero lo que más cambió fue su mirada. Ya no ardía en odio.
—Hola— dijo ella primero.
—Te estuve buscando— respondió él—. Quería hablar. Luego supe que te casaste con Javier y hasta le diste una hija.
Su voz se tornó fría, e Isabel supo: no había cambiado. Por fuera sí, pero por dentro seguía siendo el mismo egoísta, resentido con la vida.
—¿Viniste solo a reprocharme?— preguntó ella, decidida a no ceder—. No me interesa.
—Soy tu hijo— replicó él—. ¿No me invitas a tu perfecto hogar?
Otra madre lo habría hecho. Pero Isabel lo conocía demasiado bien.
—Si vinieras en paz, sí. Pero no es así. ¿Por qué volviste? Viviste diez años sin mí, ¿no eras feliz?
La última vez que hablaron, Álvaro tenía veinte años. Aquella noche, recogió sus cosas y se fue. Culpaba a Isabel por divorciarse de su padre, por “destruir la familia”.
—Por tu culpa, papá se hundió en la bebida y el abuelo tuvo un infarto— le había espetado—. No quiero saber nada de ti. ¡Estás muerta para mí!
Ahora estaba de vuelta. No sabía nada de él en todos estos años. Su exmarido había muerto poco después, y Álvaro desapareció sin dejar rastro.
—No fui feliz. Ni un solo día después de enterarme de que engañaste a papá con su mejor amigo.
—Solo escuchaste una versión— replicó Isabel—. Ni siquiera intentaste oírme. ¿Para qué viniste?
Álvaro sonrió, burlón.
—Necesito dinero.
El asco invadió a Isabel. Ni pena, ni alegría. Solo repulsión, la misma que sintió hacia su padre.
Con Enrique, Isabel vivió casi veinte años. Se casó por amor, pero con los años, él se convirtió en un monstruo. La primera vez que la golpeó, Lucía tenía siete años. Siempre lo hacía cuando ella no estaba. Para Álvaro, su padre era un héroe; para Isabel, un verdugo.
El alcohol agravó su violencia. Isabel aguantó, ocultando los moretones, protegiendo a su hijo de la verdad.Isabel cerró los ojos, respiró hondo y, con una calma que no sentía, le dijo: “Lo siento, Álvaro, pero no voy a permitir que destruyas la paz que tanto me costó construir”.