**La culpa es de la lluvia**
Por la tarde, el cielo se cubrió de nubes, y al caer la noche comenzó a lloviznar. En primavera, las calles parecen especialmente grises bajo la llovizna.
Mateo llevaba más de una hora dando vueltas en coche por la ciudad, tratando de matar el tiempo antes de su partida. Al atardecer, el tráfico empeoró, obligándolo a detenerse una y otra vez en semáforos y atascos. Las horas pasaban despacio, pero no quería volver a casa, y todavía era temprano para ir a la estación.
Paró el coche junto a la acera y apagó los limpiaparabrisas. Pequeñas gotas de lluvia salpicaron el cristal, distorsionando el mundo tras él.
Llevaba toda la semana recuperándose del abandono de Lucía. Y aún le dolía. Si se quedaba en casa, volvería a emborracharse, como había hecho esos días. Sin vino, no podía dormir.
Habían vivido juntos casi un año, después de dos meses saliendo. Al principio todo fue perfecto. Hasta había planeado un viaje al sur ese verano, donde, frente al mar, le pediría matrimonio, a pesar de que últimamente discutían mucho. Lucía le reprochaba cualquier cosa, siempre enfadada, siempre con exigencias.
Antes de irse, pelearon por su regalo del 8 de marzo. Un ramo de tulipanes holandeses y el bolso que tanto quería le parecieron un detalle mezquino.
—Tú misma lo pediste —protestó Mateo—. Y no es barato, por cierto.
—Sabía que lo comprarías. Pensé que añadirías algo más, un gesto inesperado.
—Pues lo siento. Deberías haberlo dicho.
—¿No podías adivinarlo?
Y Lucía volvió a quejarse. Le decía que no sabía complacer a una mujer, que ganaba poco. “Álvaro le regaló un abrigo de piel a Marta, y al novio de Sara, un anillo de diamantes”.
—Álvaro gana dinero de forma dudosa. Anda al límite de la ley.
—¿Y qué? Ella tiene abrigos nuevos y viaja a Europa. Tú, con tus principios, nos condenas a la miseria.
—No exageres. No somos pobres. Quería darte un anillo, pero más tarde. ¿Para qué quieres un abrigo en primavera? Además, lo compró en rebajas.
—¿Eres tonto o te haces? —La voz de Lucía sonó fría como el cristal.
Todas esas peleas tenían una causa, y Mateo la intuía, aunque no quería creerla. Antes, tras discutir, se reconciliaban por la noche. Pero esa vez, Lucía apartó su mano cuando intentó abrazarla.
Por la mañana no le dirigió la palabra. Él llamó durante el día, pero no contestó, hasta que finalmente apagó el teléfono. Mateo apenas aguantó hasta la tarde. De camino a casa, compró flores, pero al entrar solo encontró una nota.
Lucía escribió que estaba harta, cansada, que se iba con alguien dispuesto a darle el mundo. Su ropa y la maleta que usaban en vacaciones habían desaparecido.
Mateo recorrió el piso furioso, arrojando todo lo que encontró, especialmente las cosas que Lucía olvidó —o dejó deliberadamente— al marcharse a su nueva vida de lujo. Luego metió en una bolsa su cepillo de dientes, el bote de crema y la bata olvidada en el baño. La tiró al contenedor.
Lo peor no fue que se fuera, sino que lo hiciera por otro, dejándolo como un fracasado. Así se sentía. No podía dormir; las almohadas olían a ella. Los recuerdos lo asfixiaban. Bebió un vaso de vino. No mejoró, pero al menos durmió unas horas.
Así pasó la semana. Llegaba al trabajo ojeroso. Sus amigos lo compadecían. Hasta su jefe, apiadándose, lo envió a una formación en Barcelona en lugar del becario.
—Cambia de aires, distráete y vuelve listo para trabajar —le dijo, dándole una palmada.
Después del trabajo, Mateo recogió sus cosas, las metió en una mochila y se puso a dar vueltas en coche. La lluvia empañó los cristales, difuminando la ciudad, dejando solo destellos borrosos de faros.
Bajó la ventanilla y vio el letrero de un café. Imaginó el local acogedor, la luz tenue, la música baja y el murmullo de voces: justo lo que necesitaba. Entró. No había mucha gente, pero todos los sitios estaban ocupados. Se acercó a la barra y pidió un café.
—Aquí solo servimos alcohol. Siéntese en una mesa —dijo el camarero.
Mateo buscó un lugar y vio a una chica sola. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta, un perfil delicado, y ojos… no podía verlos. Miraba fijamente su taza. Un jersey ajustado y unos vaqueros ceñidos le marcaban la figura.
«¿De qué color serán sus ojos?». De pronto, quiso saberlo. Se acercó.
—¿Puedo? —preguntó, sentándose frente a ella.
La chica alzó la vista. Eran verdes. «Lucía los tenía marrones», recordó sin querer.
—Ya te has sentado —dijo ella.
Llegó el camarero con la carta.
—Un café solo, sin azúcar. —Miró la taza de la chica—. Mejor dos.
—Yo no te lo he pedido.
—El café frío es asqueroso. ¿No ha venido?
—¿Quién?
—A quien esperabas.
—¿Qué te importa?
—Pareces triste.
—Era mi amiga.
El camarero trajo los cafés y se llevó el suyo. Mateo bebió un sorbo.
—No está mal. Soy Mateo. ¿Tú?
—¿Me estás tirando los tejos? —preguntó sin interés.
—Básicamente, sí.
—Elena.
—Oye, Elena. ¿Por qué quedarnos aquí? Tengo coche. Podemos dar una vuelta, ver la ciudad de noche, la lluvia, las luces… Luego te llevo donde quieras. Mi novia me dejó. Salgo en tren esta noche y tengo horas por delante.
Ella lo escrutó. «Comprueba si miento», pensó él.
—No miento. Tú tampoco tienes prisa, o no estarías aquí. ¿Vamos? No soy un loco, solo un tipo normal.
—¿Y por qué te dejó tu novia, si eres tan normal?
—No se fue, me abandonó. Encontró a alguien mejor. Con más dinero.
Elena guardó silencio, sopesando pros y contras.
—Vale, vamos —dijo al fin.
La lluvia arreció. Corrieron hacia el coche.
—Abróchate. Te enseñaré la ciudad —dijo Mateo al arrancar.
—Qué gracioso. Nací aquí.
—Te mostraré otra ciudad. Seguro que no la conoces.
Mientras conducía, le contaba historias de cada edificio.
—¿Cómo sabes tanto? ¿Eres guía? —preguntó ella, sorprendida.
—Primero, tuteémonos. Estamos en un espacio íntimo. Segundo, mi ex era guía.
Podría haber mentido, decir que leía mucho, que le interesaba la historia. Pero no quiso engañarla. Elena no se parecía a las demás. No intentaba impresionarla; solo la invitó a pasar el rato.
Tras recorrer la ciudad, Mateo puso música. Primero tararearon, luego cantaron a gritos: “Y otra noche gris, a la que confío mi soledad…”. Al terminar, rieron.
—Bueno, te llevo a casa. Dime dónde. Mi tren sale en dos horas.
—¿AdóndeEl destino los unió bajo la lluvia, y mientras el coche se alejaba por las calles mojadas, Mateo supo que, por fin, había encontrado el verdadero amor que siempre buscó.