Todo parecía normal al criar a mis trillizos… hasta que uno de ellos comenzó a decir cosas inexplicables

Todo parecía normal al criar a mis trillizos, hasta que uno de ellos comenzó a decir cosas inexplicables.

Los criamos igual, pero un día, uno empezó a hablar de cosas que ningún niño de siete años debería saber.

Al principio, la gente bromeaba diciendo que nunca los distinguiríamos. Por eso les regalamos pajaritas: azul, roja y verde esmeralda. Tres niños idénticos, con sus mismos pantalones cortos, su lenguaje secreto y la peculiar habilidad de terminar las frases del otro. Era como criar un alma partida en tres cuerpos.

Pero entonces, Mateo el del pañuelo verde comenzó a despertarse llorando. No por pesadillas. Por lo que él llamaba “recuerdos”.

¿Os acordáis de la casa vieja con la puerta roja? preguntó una mañana.
Nosotros no la recordábamos. Nuestra casa nunca tuvo una puerta roja.

¿Por qué ya no vemos a la señora López? Ella siempre me daba caramelos de menta.
No conocíamos a nadie con ese nombre.

Luego llegó la noche en que susurró: Echo de menos el Seat verde de papá, el que tenía el guardabarros abollado.
Nunca habíamos tenido un Seat.

Al principio, reímos, pensando que era imaginación infantil. Pero el tono de Mateo no era juguetón. Hablaba con una calma extraña, como si recordara su propia vida pasada.

Pronto comenzó a dibujar. Página tras página, siempre el mismo lugar: una casa con puerta roja, tulipanes en el jardín y hiedra trepando por la chimenea. Sus hermanos lo encontraban “guay”. Mateo solo parecía triste, como si hubiera perdido algo valioso.

Un día, mientras rebuscaba en cajas del garaje, me preguntó por su vievo guante de béisbol.
Tú no juegas al béisbol, chaval le dije.
Sí jugaba respondió en voz baja. Antes de la caída. Tocó su nuca.

Entonces lo llevamos al médico. El pediatra nos derivó a un psicólogo. La Dra. Márquez escuchó con atención y dijo que esos recuerdos no eran fantasías. Algunos los llaman memorias de vidas pasadas explicó. Controversial, sí, pero real para el niño.

No quería creerlo. Pero entonces, el Dr. Ruiz, un investigador, le preguntó a Mateo en una videollamada:
¿Cómo te llamabas antes?
David dijo él. David Navarro o tal vez Navas. Vivía en Toledo. En una casa con puerta roja.

Contó cómo se cayó de una escalera intentando bajar una bandera. Un golpe en la cabeza. Dolor. Oscuridad.

Días después, el Dr. Ruiz nos llamó. Había encontrado un registro: Daniel Navarro, Toledo. Murió en 1987 a los siete años. Fractura de cráneo por caída.

La foto que nos envió casi me detiene el corazón. El niño se parecía a Mateo. El mismo rizo rebelde. Los mismos ojos.

Después, Mateo pareció más tranquilo, como cerrando un capítulo. Los dibujos cesaron. Los recuerdos extraños se desvanecieron. Volvió a jugar con sus hermanos, riendo como antes.

Pero entonces llegó una carta. Sin remite. Dentro, una foto de una casa con puerta roja, jardín de tulipanes, chimenea cubierta de hiedra. Una firma temblorosa: *Pensé que os gustaría verla. Sra. López*

Nunca le habíamos contado a nadie lo de la señora López. Solo a Mateo. Y al Dr. Ruiz, quien desapareció sin rastro después.

Años más tarde, cuando Mateo cumplió quince, encontré una caja de zapatos bajo su cama. Dentro, una sola pelota, azul con espirales verdes. En el fondo, una nota escrita con letra infantil: *Para Mateo, de David. Tú la encontraste.*

Cuando le pregunté de dónde venía, sonrió.
Algunas cosas no necesitan explicación, papá.

Aún no sé si creo en vidas pasadas. Pero creo en Mateo. En la paz que lleva dentro, en la sabiduría que no debería tener a su edad, y en cómo a veces mira al cielo, como si recordara algo lejano.

Los niños vienen con sus propias historias. A veces, esas historias no son nuestras para entenderlas. Solo para abrazarlas.

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