Todo lo tuyo se quedará contigo
—Segunda semana que comes sin apetito, ¿te habrás enamorado, Martita? —preguntó Ana, la asistenta.
—Sí, me gusta un chico, pero parece que no me hace mucho caso —reconoció Marta con sinceridad—. También es estudiante, pero en otro grupo. No sé qué hacer para que se fije en mí.
—No hagas nada, las chicas no deben ir detrás de los chicos. En mis tiempos…
—Ay, tía Ana, ya he oído eso de «en mis tiempos». Pero ahora todo es diferente —replicó Marta, terminando el desayuno—. Bueno, me voy, hoy no puedo llegar tarde a la primera clase. Ese profesor gruñón capaz de no dejarme entrar.
—Anda, corre —dijo Ana, persignándola antes de cerrar la puerta.
Marta había nacido en una familia acomodada y nunca le faltó de nada. Quien le enseñó el sentido común fue tía Ana, la hermana mayor de su madre y, de paso, la asistenta de la casa. Los adultos la llamaban Ani, pero Marta siempre le decía «tía Ana».
Ani tenía su propia historia. Se casó en el pueblo con un tal Francisco, un hombre trabajador y bueno, pero solo vivió con él un año. Murió siendo guardabosques, al parecer ahogado en una laguna. Lo buscaron durante días, pero nunca lo encontraron. Ana se quedó sola, sin hijos.
Al principio, del dolor, pensó en meterse a monja, pero luego cambió de idea.
—¿Qué clase de monja iba a ser yo? Soy joven, capaz de mentir y soltar alguna palabrota sin querer —dijo riendo. Así que se quedó en el pueblo con sus padres.
Su hermana pequeña, Lola, se casó y se mudó a la ciudad. Tuvo suerte: su marido, cinco años mayor, ya tenía un buen puesto en el ayuntamiento. Con los años, construyeron una casa enorme y tuvieron una hija, Marta. Entonces, Lola le propuso a Ana que se mudara con ellos.
—Ani, ven a la ciudad con nosotros. Con el trabajo, necesitamos que cuides de Marta, cocines y ayudes en la casa.
—¡Ay, Lola, encantada! Francisco era tan bueno… Ya he llorado todo lo que tenía que llorar. Aquí me voy a secar de tanto pena. No quiero volver a casarme, lo echo de menos. Por supuesto que me voy, me encargaré de toda la casa. ¡Y vaya casoplón tenéis!
Así que Ana se mudó con su hermana y se autodenominó «la asistenta». Cocinaba con gusto, y a todos les encantaban sus platos. No tenía intención de volver a casarse; apenas salía, solo para ir a la tienda. En el jardín plantaba flores y cuidaba los arbustos.
Ana adoraba a Marta y la consideraba su hija, pues pasaba casi todo el tiempo con ella. La llevaba al colegio y la recogía. Vivían bien: Marta tenía los mejores juguetes y los vestidos más bonitos. Nunca tuvo que limpiar ni calentar la comida. Todo lo hacía la regordeta y dulce Ani, suave como un cojín.
A veces, Ana le enseñaba a Marta cómo llevar la casa.
—Acostúmbrate al trabajo, niña —le decía con cariño—. La vida da vueltas, hoy estamos bien, pero mañana quién sabe. Sobre todo, aprende a cocinar; es el mejor arma de una mujer. Cuando pones alma en la comida, hasta el hombre más tieso se derrite. Cada cocinera tiene sus secretos.
—¿Y tú los tienes? —preguntaba Marta.
—¡Claro que sí, cielo!
Marta se enamoró de Adrián, un chico guapo que, aunque ella creía que no la miraba, sí lo hacía. En la universidad todos sabían de quién era cada uno, y de Marta se comentaba que venía de buena familia. Adrián, alto y apuesto, era de familia humilde y había sido criado solo por su madre.
Sus padres no se dieron cuenta de nada, pero Ani lo vio al instante. Marta llegó a casa radiante y, abrazando a tía Ana, le contó:
—¡La cosa avanza! Hoy después de clase Adrián y yo dimos un paseo, me invitó a un helado.
—Vaya pillín, sabe que a las chicas nos gusta lo dulce —sonrió Ana—. ¿Y qué más?
—Pues que vamos a salir juntos —rió Marta.
—Cosas de la juventud. Pero tienes que presentármelo. Yo te diré si merece la pena o no.
—Vale, cuando lleve un tiempo saliendo con él, lo traeré a casa —prometió Marta.
Un día, Adrián fue a visitarla. Ana les preparó de comer y lo observó sin que él se diera cuenta. Cuando se fue, Marta, emocionada, se acercó a Ani:
—¿Qué te ha parecido Adrián? ¿A que es genial?
—Por fuera, sí —respondió Ana con calma—, pero no es para ti. Tiene mala leche. En cuanto entró y vio esta casa, se le iluminaron los ojos. Miraba todo con envidia. Te lo digo yo…
—Ay, tía Ana, qué cosas dices. Con quién salgo es cosa mía —replicó Marta, ofendida, y se fue a su habitación.
Ana se preocupaba de que Marta no la escuchara.
—Bueno, ya se dará cuenta por las malas. Pero no quiero que luego llore por él. En fin, que haga lo que quiera.
Ana tenía razón. Marta salió con Adrián cuatro meses. Un día, desapareció un anillo de oro de su joyero. Nadie más había estado en casa.
No se lo contó a sus padres, pero sí a Ana.
—¿Ves? Te lo dije. Adrián lo ha cogido, no hay otro. Hay que denunciarlo.
—No, tía Ana, por favor. No se lo digamos a mis padres, que no se preocupen. Será nuestro secreto. Con Adrián… ya lo he entendido todo.
Marta le preguntó a Adrián:
—Sé que cogiste mi anillo. No ha podido ser otro…
—¿Estás loca? —se defendió él—. ¿Para qué lo querría yo? Vete a paseo.
Ahí terminó todo. Ana consoló a Marta, pero estaba satisfecha de haber visto desde el principio cómo era Adrián.
En el penúltimo año de carrera, Marta conoció a Javier en el cumpleaños de su amiga Lucía. Se gustaron y empezaron a salir.
—Martita, no lo invites a casa todavía. Así verás si es otro interesado como Adrián o si de verdad te quiere. Podéis quedar en mi casa, total vivo sola.
—Buena idea, Lucía, gracias.
Durante tres meses, Javier la trató como una reina: la llevó al teatro, a conciertos, al cine, le regaló flores… Marta estaba enamorada, y Ana insistió en conocerlo.
Marta lo invitó a comer con sus padres. Javier llegó con flores para su madre y para ella. Sus padres lo recibieron bien, pero Ana…
—No me gusta —sentenció—. No es sincero. Cuando habla, desvía la mirada y no para de mover los pies. Es nervioso y conflictivo.
—¡Venga ya, tía Ana! ¡Qué conflictivo ni qué nada! Javier es tranquilo, no mataría una mosca —protestó Marta.
Pero entonces ocurrió lo impensable. Sus padres murieron en un accidente de coche volviendo de un viaje. Ana quedó destrozada; hasta tuvieron que llamar a urgencias. Marta perdió el mundo entero.
El ayuntamiento se ocupó del funeral. Marta y Ana estaban como zombis. Esa noche, tomaron unas gotas para calmarse.
—Martita, yo nunca te abandonaré. Todo lo tuyo se quedará contigo —le dijo Ana.
—Claro, tía Ana. Esta casa es tan tuya como mía.
Pasó el tiempo. Un día, en un café, Javier salió a atender una llamada. Marta lo siguió y lo escuchó decir:
—Si vieras qué