Todo lo tuyo permanecerá contigo

Todo lo tuyo permanecerá contigo

—Llevas dos semanas sin apetito, ¿te has enamorado, Dina? —preguntaba Ana, la asistenta.

—Sí, me gusta un chico, pero parece que no me hace mucho caso —reconoció Dina con sinceridad—. También es estudiante, pero en otro curso. No sé qué hacer para que se fije en mí.

—No hagas nada. No está bien que las chicas vayan detrás de los chicos. En mis tiempos…

—Ay, tía Ana, ya he oído mil veces eso de “en mis tiempos”. Pero ahora la vida es diferente —replicó Dina, terminando su desayuno—. Bueno, me voy, hoy no puedo llegar tarde a la universidad. Ese profesor tan estricto no nos deja entrar si llegamos tarde.

—Vete, vete —dijo Ana, haciéndole la señal de la cruz antes de cerrar la puerta.

Dina había nacido en una familia acomodada y nunca le faltó de nada. Quien la educó fue su tía Ana, la hermana mayor de su madre, que también trabajaba como asistenta en casa. Los adultos la llamaban Ani, pero Dina siempre le decía “tía Ana”.

La vida de Ani no había sido fácil. Se casó en su pueblo natal con un hombre trabajador y bondadoso llamado Francisco, pero solo vivieron juntos un año antes de que él muriera. Era guardabosques y, al parecer, se ahogó en un pantano. Lo buscaron durante mucho tiempo, pero nunca lo encontraron. Ani se quedó sola, sin hijos.

Al principio, el dolor la llevó a pensar en ingresar en un convento, pero luego cambió de idea.

—¿Qué monja voy a ser? Soy joven, a veces digo mentiras y alguna que otra palabrota —decía—. Mejor me quedo aquí con mis padres.

Su hermana pequeña, Carmen, se casó y se mudó a la ciudad. Tuvo suerte: su marido, cinco años mayor, ya ocupaba un puesto importante en el ayuntamiento. Con el tiempo, construyeron una casa enorme y tuvieron una hija, Dina. Fue entonces cuando Carmen le propuso a Ani que se mudara con ellos.

—Ani, ven a vivir con nosotros. Con el trabajo y todo, necesitamos ayuda para cuidar a Dina y llevar la casa.

—¡Ay, Carmen, con mucho gusto! —respondió Ani—. Francisco era un buen hombre, lloré tanto por él que temo que el dolor me consuma aquí en el pueblo. No quiero volver a casarme, lo sigo echando de menos. Claro que iré, me encargaré de todo.

Así, Ani se mudó a la ciudad y se convirtió en la asistenta de la familia. Cocina con tanto amor que todos adoran sus platos. Jamás pensó en volver a casarse; apenas salía de casa, excepto para ir al mercado. Pasaba el tiempo cuidando el jardín, plantando flores y arreglando los arbustos.

Ani adoraba a Dina y la consideraba como su hija, pues era quien más tiempo pasaba con ella. La llevaba al colegio, la recibía, le compraba los mejores juguetes y vestidos. Dina nunca tuvo que limpiar ni calentar la comida: todo lo hacía Ani, tan dulce y mullida como un cojín.

De vez en cuando, Ani le enseñaba a Dina algunas cosas de la vida.

—Acostúmbrate al trabajo, Dina —le decía con cariño—. La vida da muchas vueltas. Hoy estamos bien, pero mañana quién sabe. Aprende a cocinar; para una mujer, eso es un gran tesoro. Cuando pones el alma en la comida, hechizas a un hombre. Cada cocinera tiene sus secretos.

—¿Y tú los tienes? —preguntaba Dina.

—¡Claro que sí!

Dina se enamoró de Antonio, un chico guapo, aunque creía que él no la miraba. Pero él sí la veía. En la universidad, todos sabían de quién era hija Dina. Antonio, alto y apuesto, venía de una familia humilde y había sido criado solo por su madre.

Nadie en casa se dio cuenta, excepto Ani. Un día, Dina llegó radiante y corrió hacia ella.

—¡Las cosas cambiaron! Hoy, después de clase, Antonio me invitó a dar un paseo y me convidó un helado.

—Qué listo, sabía que a las chicas les encanta el dulce —sonrió Ani—. ¿Y qué más?

—Pues que empezaremos a salir —contestó Dina, riendo.

—Es la juventud. Pero tráemelo, quiero conocerlo. Ya te diré si es digno de ti.

—Vale, poco a poco, y algún día lo invitaré —prometió Dina.

Tiempo después, Antonio visitó su casa. Ani los atendió con esmero y lo observó con discreción. Cuando él se fue, Dina saltó de alegría.

—¿Qué te pareció? ¿A que es genial?

—De cara, sí —respondió Ani con calma—, pero no es para ti. Tiene el alma oscura. En cuanto vio esta casa, se le iluminaron los ojos de codicia. Su mirada es envidiosa. Te lo digo yo…

—¡Ay, tía Ana, qué cosas dices! Es mi vida, yo decido con quién salgo —replicó Dina, ofendida, y subió a su habitación.

Ani se preocupó, pero pensó: “Que aprenda por las malas. Solo espero que no llore después”.

Y tenía razón. Cuatro meses después, Dina descubrió que su anillo de oro había desaparecido. Solo Antonio había estado en casa ese día. No se lo dijo a sus padres, pero sí a Ani.

—¿Ves? Te lo dije. Fue él. Hay que denunciarlo.

—No, tía Ana, mejor no. Que mis padres no se enteren. Esto queda entre nosotras. Con Antonio… ya lo he entendido.

Cuando Dina lo confrontó, él se enfureció.

—¿Estás loca? ¿Para qué quiero yo tu anillo? ¡Vete al diablo!

Así terminó todo. Ani consoló a Dina, pero se alegró de haber visto la verdad desde el principio.

Años después, Dina conoció a Saúl en el trabajo. Era humilde, trabajador y la trataba con respeto. Esta vez, Ani lo aprobó sin dudar.

—Este sí es el hombre adecuado —le dijo—. No mira lo que tienes, sino lo que eres.

Al final, se casaron. Criaron dos hijos y vivieron felices. Ani, ya mayor, seguía ayudando en lo que podía.

Saúl ascendió en su trabajo, ganándose la confianza de todos. Dina aprendió que el verdadero amor no busca riqueza, sino sinceridad.

Y así, comprendió que lo que es tuyo, de verdad, siempre permanece contigo.

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Todo lo tuyo permanecerá contigo