Lo tengo todo — menos a ti
—¡Marina Rodríguez, solo mire qué belleza! — Lola Martínez agitaba las fotos del móvil frente a su vecina. —Aquí está nuestra nueva casa de campo, y este es el coche de mi hijo, ¿se imagina lo caro que es? ¡Y aquí mi nieta tocando el piano, va a clases en la escuela de música!
—Sí, sí, muy bien —asentía Marina Rodríguez, parada junto a los buzones y revisando las cartas. —Pero es que voy con prisa, Lola, disculpe…
—¿Pero a qué tiene tanta prisa? ¡Si somos vecinas desde hace tantos años y nunca hay tiempo ni para charlar! —Lola no se daba por vencida. —Mire, aquí estábamos mi marido y yo de vacaciones en Turquía, el mes pasado. ¡Hotel de cinco estrellas, todo incluido! ¿Y usted cuándo descansó por última vez?
Marina Rodríguez suspiró y se volvió hacia su vecina. En sus ojos grises asomó un destello de cansancio.
—Yo no descanso, Lola Martínez. No tengo tiempo para descansar.
—¿Cómo que no tiene tiempo? —se sorprendió la otra. —Si sus hijos son mayores, tiene nietos, está jubilada…
—Hijos mayores, sí —asintió Marina en voz baja. —Lo que pasa es que están lejos.
—¿Y qué? Mi hijo también trabaja en el extranjero, en Francia, pero hablamos constantemente, ¡viene todos los fines de semana! Y su sueldo… ¡madre mía! —Lola rebuscó otra vez en el móvil. —Mire, mírelo, me regaló este abrigo nuevo, de visón.
Marina Rodríguez subió en silencio al segundo piso, dejando a la vecina en el portal con sus fotos.
En casa la recibió el silencio acostumbrado. El piso de dos habitaciones, que antaño parecía pequeño para una familia de cuatro, ahora se veía vacío. En el alféizar había geranios, las únicas criaturas vivas en esa casa.
—Mis niñas —susurró Marina Rodríguez, acercándose a las flores. —Al menos vosotras no me abandonáis.
Encendió la televisión, más por tener ruido de fondo que para ver algo. En el telediario hablaban de la subida de las pensiones, de nuevas ayudas sociales. Marina esbozó una sonrisa amarga; su pensión le alcanzaba para lo básico, eso y poco más.
Sonó el teléfono. Su corazón dio un vuelco: ¿sería Dani? ¿O Lucía?
—¿Marina Rodríguez? —Una voz desconocida. —Le llamo de la comunidad de vecinos. Tiene usted una deuda en los recibos de la comunidad…
—¿Qué deuda? —se extrañó ella. —¡Yo siempre pago a tiempo!
—Aquí me indica que el pago del mes pasado no llegó…
Marina Rodríguez explicó largo rato que sí había pagado, que tenía las transferencias registradas, pero al otro lado solo pitaban los tonos de llamada.
Al anochecer, cuando la oscuridad cubrió la calle, se sentó en la cocina con una taza de té. Sobre la mesa había fotos viejas, de carrete. Ahí estaba Dani en primero de primaria, serio, con un ramo enorme de flores. Ahí Lucía el día de su graduación, guapa y sonriendo. Ahí todos juntos en la casa de campo de la suegra, cuando su marido aún vivía…
—¿Dónde estáis ahora, seres queridos? —preguntó a las fotos. —¿Por qué ha tenido que ser así, que esté sola?
Y a la mañana siguiente volvió a encontrarse con Lola Martínez en el portal. Ésta llevaba unas bolsas enormes de la compra.
—¡Ay, Marina Rodríguez! —se alegró la vecina. —Justo le iba a contar. Mi nieta llamó ayer. ¡Le han admitido en la universidad, en una pública! ¿Se imagina qué inteligente? ¡Y mi hijo le va a regalar un iPhone nuevo para celebrarlo!
—Enhorabuena —dijo Marina Rodríguez.
—¿Y usted qué tal? ¿Cómo están sus nietos? —preguntó Lola, pero se notaba que lo hacía por educación.
—No tengo nietos —respondió Marina en voz baja.
—¿Cómo que no? —se sorprendió la vecina. —¿Y sus hijos?
—Tengo hijos. Dani y Lucía. Pero ellos… están muy ocupados. Dani trabaja como informático en Alemania. Lucía vive en Estados Unidos, se casó allí…
—¡Pues estupendo! —exclamó Lola. —¡Entonces todo le va fenomenal! ¡Hijos colocados, viviendo en el extranjero! ¡Debería estar orgullosa!
—Lo estoy —asintió Marina Rodríguez. —Sí, estoy orgullosa.
—¡Pues ya ve! Que siempre parece usted tan apagada. ¿Le envían dinero, supongo? ¿La ayudan?
—Me envían —mintió Marina Rodríguez. —Claro que me ayudan.
En realidad, la última vez que Dani le mandó dinero fue por su cumpleaños, hacía seis meses. Veinte euros. Lucía no enviaba nada. Allá en Estados Unidos —le dijo por teléfono—, tenían muchos créditos pendientes por la hipoteca de la casa.
En casa, Marina Rodríguez se sentó frente al ordenador viejo que Dani dejó al irse. Abrió Skype y miró su lista de contactos. Dani estaba conectado, pero con el estado “Ocupado”. Hacía tres semanas que Lucía no aparecía.
Le escribió un mensaje a su hijo: “Dani, cariño, ¿cómo estás? ¿Qué tal la salud? Te echo de menos”.
La respuesta llegó dos horas después: “Hola, mamá. Todo bien. Trabajo mucho. Escríbeme por Telegram, ya casi no uso Skype”.
Marina Rodríguez no sabía qué era Telegram. Intentó encontrar el programa, pero se confundió con los ajustes y lo dejó.
Llamó a Lucía. Nadie contestaba. Al fin descolgó.
—Mamá, ¿qué pasa? —La voz de su hija sonó molesta. —¡Aquí es de madrugada!
—Perdona, cariño, se me olvidó la diferencia horaria. Solo quería saber cómo estás…
—Mamá, no puedo hablar ahora. Mañana entro temprano al trabajo y tengo una presentación importante. ¿Hablamos el fin
Marina Rodríguez observa por la ventana cómo el sol ilumina los geranios del balcón vecino. Recuerda cuando plantaba claveles con Javier y Lucía en aquel pequeño
Y las violetas seguían silenciosas en el alféizar, testigos mudos de cómo los días se deslizaban uno tras otro, monótonos e infinitos, mientras el teléfono permanecía callado en la mesa del salón.