“Lo perdiste todo, Román”: cómo una mujer abandonada con hijos se convirtió en dueña del futuro ajeno
Esperanza respiró hondo, sintiendo por primera vez en años un atisbo de libertad. El aire de su ciudad natal, Madrid, le quemaba los pulmones mientras ajustaba la bolsa al hombro y caminaba hacia el cementerio. Los niños estaban con su tía Carmen, hermana de su difunta madre. Eran vacaciones escolares, y por fin podía permitirse un respiro. Había vuelto solo unos días: para visitar las tumbas de sus padres y ver a quien fuera como una segunda madre.
Pero al regresar a casa, su mundo se desmoronó en un instante.
—Dame las llaves, Esperanza —dijo Román, su marido, con voz helada, plantado en el umbral—. Se acabó. Lilia está embarazada. Empiezo una nueva vida, y tú… ya eres libre.
—¿Qué? —Esperanza casi suelta la bolsa—. ¿Cómo puedes hacer esto, Román?
Ni siquiera parpadeó.
—Sabías que esto no era para siempre. Pero tranquila, no tienes nada. La casa es alquilada, el negocio es de mi tío, las cuentas estaban a nombre de tu madre. Así que no armes escenas. Y si te pones difícil, me llevo a los niños.
Esperanza había sido la estrella de la universidad. Rubia natural, ojos verdes, elegante, educada, sobria. Tenía futuro, planes, un padre respetado: Jorge Martínez. Soñaba con abrir juntos un negocio familiar.
Pero en un año lo perdió todo. Primero murió su padre, luego su madre. Entre lágrimas, entregó su tesis sin saber cómo sostenía el bolígrafo. Fue entonces cuando Román se acercó por primera vez:
—Cásate conmigo. Total, aquí solo te quedan recuerdos dolorosos. Empecemos de cero.
No lo pensó. Aceptó. Tenían un piso pequeño, comprado por su padre. Se mudaron, trabajaron y luego abrieron una empresa de transportes. Incluso vendió el piso de sus padres para invertir.
Al principio, el negocio iba bien, todo estaba a medias. Pero llegaron los embarazos, los niños, y poco a poco todo pasó a nombre del tío de Román. Ella no cuestionó nada: la casa estaba en orden, los niños sanos. Hasta que, tras el nacimiento de su hija, entendió: no solo había perdido sus bienes, sino también su identidad.
Su cuerpo cambió. Cansada de noches en vela, lavadoras interminables, mil preocupaciones. Mientras, Román “florecía”: gimnasio, pelo largo, bronceado, miradas de otras mujeres.
—Te has descuidado —le espetó una vez, con asco—. Da vergüenza salir contigo. Ponte al menos una mascarilla.
Y su suegra no perdía ocasión de envenenarle el alma:
—¿Hace cuánto que no te miras al espejo? Mi hijo es un adonis, y tú… ¡Pareces su madre! No estás a su altura.
Esperanza lo intentó. Hizo dietas. Se cuidó. Pero el cansancio, la traición y la indiferencia la consumían más rápido que el peso.
Y ahora la echaba como a un perro. Sin gritos, sin remordimientos. En su bolsa, solo ropa y álbumes de fotos de los niños. Sin casa, sin dinero, sin derechos, sin estabilidad. Solo dos hijos que su exmarido ya planeaba quitarle.
Fue a casa de su tía Carmen, quien le tendió la mano:
—Déjame a los niños. Tómate un respiro. Yo te ayudo.
Y lo hizo. Le propuso montar una empresa de mudanzas. Su tía puso sus ahorros; Esperanza, el dinero de la venta del piso. Empezaron con dos furgonetas y unos pocos empleados. Pero el negocio creció.
Cinco años después, Esperanza tenía una red de sucursales, su propio garaje y un equipo de despachadores. Y Román… lo perdió todo. Lilia dio a luz, pero se divorció rápido, quedándose con el piso. El negocio del tío no era tan rentable, y al poco, lo echó sin miramientos.
—Ni siquiera estabas contratado. Solo eras el chófer —le espetó—. Ya no confío en ti.
—¡Mamá, dime algo! —gritó Román.
—¿Qué quieres que te diga? —se encogió de hombros su madre—. Lo tuviste todo y lo perdiste.
Lo que quedaba de su “vida de ensueño” se redujo a una litera en un hostal y trabajos esporádicos. Hasta que su salud flaqueó y decidió buscar empleo como conductor… en la mayor empresa logística de la ciudad.
Fue a la entrevista y la vio a ella.
Esbelta, impecable, segura, vestida con un traje severo. Lo miró con calma, casi sonriendo.
—Hola, Román. ¿Buscas trabajo?
—Estás… radiante —murmuró él—. ¿Me das una oportunidad? Conozco el sector, la ciudad, tengo experiencia…
—No contratamos morosos —respondió ella, serena—. Tienes deudas.
—¡Pero intenté pagar la pensión! —estalló él—. No todo, pero lo que pude…
—Los hijos ya tienen dieciocho años, y sigues “intentándolo”. No queremos empleados así.
Apretó los puños.
—¿Esto es venganza?
—No, Román. Solo pongo límites. Tú mismo te lo buscaste. Y yo… me levanté. Sin ti.
—¿Un nuevo marido te ayudó?
Esperanza rio y se levantó. Su melena caía suave sobre los hombros, su figura como en su juventud. Pero sus ojos tenían acero.
—No. Lo hice sola. Después de ti, no tuve fuerzas para dejar entrar a nadie. Gracias por eso. Endurece el carácter.
—Vamos, dame una oportunidad —masculló él—. Al fin y al cabo… te quise.
En ese momento, entró un joven alto y rubio, idéntico a ella.
—Mamá, ¿vamos a comer? ¿Todo bien?
Lanzó una mirada gélida a Román:
—Lárguese. No moleste. Y no vuelva a acercarse a mi madre, o tendremos problemas.
Román se quedó petrificado. Luego giró en redondo y salió, cerrando la puerta de un portazo.
Afuera, la lluvia otoñal caía suave. Román bajó la cabeza. Nunca supo en qué momento todo se torció. Pero, en el fondo, lo sabía: empezó el día que traicionó a quien una vez creyó en él más que en sí misma.