Hoy cumplo sesenta y nueve años. Vivo en un piso pequeño en las afueras de Sevilla, donde la ansiedad me acompaña cada amanecer y cada noche. No es el silencio lo que me atormenta, sino los ruidos al otro lado de la pared, donde duerme mi hijo. Temo que regrese borracho otra vez, que me grite, que exija dinero, que me culpe de todo lo que ha salido mal en su vida. Y lo peor es que tiene razón. Su dolor es, en parte, culpa mía.
Mi hijo, Adrián, tiene cuarenta y cinco años. Se ha casado dos veces y ha vivido con otras dos mujeres. Ninguna me gustó. Yo, como madre, creía saber lo que era mejor para él. ¿Acaso el instinto materno no lo sabe todo? Estaba segura de protegerlo de errores, de matrimonios desastrosos, de sufrimientos. Ahora veo que en realidad protegía mi orgullo, no su felicidad.
Su primera esposa, Pilar, era una muchacha humilde del campo. Se casaron siendo estudiantes, ciegos de amor. Pero yo lo vi enseguida: no era para él. Demasiado sencilla, demasiado ordinaria. No les dejé quedarse en casa y malvivieron en una residencia universitaria. Mis comentarios venenosos, mis constantes intromisiones. Al final, se divorciaron. Adrián volvió a casa, derrotado. Yo me sentí victoriosa.
Pasaron años. Llegó Lucía, dulce, serena, devota. Iba a misa, rezaba, soñaba con una boda por la iglesia. Pero yo… No pude contenerme. Burlas, sarcasmo, indirectas cortantes. Me parecía que quería arrastrarlo a su mundo de rezos. Destruí también ese amor.
Después vino Nuria, una chica sin padres. Adrián estudiaba su segundo grado y tenía futuro. Ella, con su pasado de orfandad. Estaba segura de que solo buscaba aprovecharse. Me entrometí de nuevo. Lo rompí todo otra vez.
Cuando entendí que esperar a la “nuera perfecta” era inútil, busqué una yo misma. Encontré a una chica de “buena familia”, con dinero y carrera. Incluso empezamos a planear la boda. Pero un día, Adrián volvió a casa, tiró las llaves sobre la mesa y dijo: “No viviré como tú mandes”.
Desde entonces, se desmoronó. Primero se encerró. Luego empezó a beber. Ahora el alcohol es su rutina. A veces solo, a veces con amigos igual de perdidos. Toma mi pensión, hace algún trabajo esporádico, y todo se va en botellas. El piso huele a tabaco y desesperanza. La vergüenza ante los vecinos me quema.
Me miro al espejo y pregunto: ¿en qué fallé? Criándolo sola, ¿por qué le di rencor en vez de fuerzas? ¿Por qué mi amor lo destruyó?
Sus ex… Todas tienen vida. Pilar está casada, con hijos y casa propia. Lucía canta en el coro de la parroquia y cría a su niño con un hombre que la adora. Nuria se casa pronto, vive en Málaga, sonríe en las fotos que mi hermana me enseña a escondidas.
Y yo… Tiemblo al oír pasos en el pasillo. Temo su ira nocturna. No me atrevo a respirar fuerte por si lo despierto. Soy una anciana enferma, sola, que lo dio todo por su hijo… y le arrebató todo a cambio.
Si pudiera volver atrás… No interferiría. No impondría. Solo le abrazaría y diría: “Sé feliz, hijo mío, a tu manera. Estoy aquí”. Pero es tarde. Solo pido a Dios fuerzas para aguantar lo que me queda.
Que mi historia sirva de advertencia. No cortéis las alas a vuestros hijos. No les construyáis su vida. Amadlos… y dejadlos volar. Solo así encontrarán su cielo.