Todo es culpa de tu educación

Todo es culpa de tu educación

Lucía Mendoza estaba junto a la ventana de su cocina, observando cómo su nieto Adrián lanzaba piedras al gato del vecino. El niño solo tenía siete años, pero en sus movimientos ya se adivinaba una furia que helaba el corazón de su abuela.

—¡Adrián, para ya! —gritó, abriendo la ventana de golpe.

El niño ni siquiera se giró. Cogió una piedra más grande y volvió a arrojarla contra el animal. El gato maulló lastimeramente y huyó tras los garajes.

Lucía suspiró y fue a vestirse. Debía bajar a hablar con el niño, aunque sabía que de poco serviría. Adrián nunca la escuchaba. Le contestaba mal y, a veces, incluso corría a quejarse a su madre.

En el portal se topó con su vecina Carmen Ruiz.

—Lucía, ¿has visto lo que hace tu nieto? —preguntó indignada—. ¡Otra vez persiguiendo a mi Michi!

—Lo he visto, Carmen. Ahora mismo voy a hablar con él.

—¡Hablar, hablar! Más bien deberías hablar con tu hija Laura. Esto es culpa de su educación… o mejor dicho, de su falta de educación.

Lucía calló. No quería discutir, pero tampoco podía darle la razón. Laura era su hija, y por complicada que fuera su relación, siempre la defendería.

En el patio, Adrián se había entretenido con otra “diversión”: arrancaba las alas a las moscas que atrapaba en un tarro.

—Adrián, ¿qué haces? —Lucía se sentó junto a él en el banco.

—Experimento —murmuró el niño sin levantar la vista.

—¿Qué experimentas?

—A ver cómo viven sin alas.

—¿Y para qué necesitas saber eso?

Adrián se encogió de hombros.

—Por curiosidad.

Lucía le quitó con cuidado el tarro.

—Las moscas también son seres vivos. Les duele cuando les haces daño.

—¿Y qué? Son asquerosas.

—Adrián, no está bien hacer sufrir a otros, aunque no te gusten.

El niño la miró como si le hablara en chino.

—Mamá dice que si alguien es más débil, no hay que tenerle miedo.

A Lucía se le encogió el corazón. ¿De verdad Laura le enseñaba esas cosas?

—Tu madre dice muchas cosas, pero no todas son ciertas. Los fuertes deben proteger a los débiles, no aprovecharse de ellos.

—Qué tontería —refunfuñó Adrián antes de salir corriendo hacia los columpios.

Esa noche, Lucía decidió hablar con su hija. Laura llegó a recoger al niño como siempre, pasadas las ocho, cansada y de mal humor.

—Mamá, ¿le has dado de cenar al menos? —preguntó sin saludar.

—Claro que sí. Laura, necesitamos hablar.

—¿De qué? —su hija jugueteaba nerviosa con la correa del bolso.

—De Adrián. De su comportamiento.

Laura puso los ojos en blanco.

—¿Otra vez quejas? Mamá, ¡tiene siete años! Todos los niños son así a su edad.

—Esto no son travesuras. Maltrata animales, insulta a los mayores, no obedece a nadie.

—¿Y qué propones? ¿Encerrarlo en casa?

—Propongo educarlo. Enseñarle qué está bien y qué está mal.

Laura soltó una risotada.

—Mamá, los tiempos han cambiado. Hoy hay que ser duro para sobrevivir. No quiero que mi hijo sea un blandengue al que todos pisen.

—¡Pero hay diferencia entre ser fuerte y ser cruel!

—¿Cuál? Lo importante es que nadie te pase por encima.

Lucía miró a su hija y casi no la reconoció. ¿Dónde estaba esa niña dulce y cariñosa que había criado? ¿Cuándo se había vuelto tan fría?

—¡Adrián, nos vamos! —gritó Laura hacia el parque.

El niño se acercó arrastrando los pies.

—Abu, ¿mañana vengo? —preguntó.

—Claro, cariño.

Laura lo agarró de la mano y se dirigió hacia la salida. En la verja, se volvió.

—Mamá, no le llenes la cabeza con bobadas sobre bondad y justicia. La vida es dura.

Tras su marcha, Lucía se quedó sentada en el banco, preguntándose en qué había fallado al criar a su hija. Laura había sido una niña normal, ni mejor ni peor que las demás. Estudiosa, obediente, cariñosa. ¿Qué había pasado?

Al día siguiente, Adrián llegó de mal humor.

—¿Qué te pasa? —preguntó Lucía al ver el arañazo en su cara.

—Me ha rayado Hugo —masculló el niño.

—¿Y por qué lo hizo?

—Porque sí.

Lucía no se lo creyó. Hugo era un niño tranquilo, vecino del bloque de al lado.

—Adrián, dime la verdad. ¿Qué le hiciste a Hugo?

—Nada… solo le quité un caramelo.

—¿Se lo pediste o se lo arrebataste?

—Bueno… se lo quité. ¡Pero no le pegué!

—¿Y él no quería dártelo?

—No. Es un egoísta.

Lucía suspiró.

—Adrián, no se quitan las cosas a los demás. Si quieres un caramelo, lo pides o lo compras.

—¿Para qué? Él es más débil, así que yo mando. Mamá dice que el fuerte siempre tiene razón.

—Mamá se equivoca.

Adrián la miró sorprendido.

—Mamá no puede equivocarse. Es mayor.

—Los mayores también se equivocan. Y tu madre no es diferente.

El niño guardó silencio, reflexionando.

—Si mamá se equivoca, ¿quién tiene razón?

—La tienen los que no hacen daño a los débiles, los que ayudan, los que dicen la verdad.

—¿O sea que la tienes tú y mamá no?

Lucía dudó. No quería enfrentar al niño contra su madre, pero tampoco podía callar.

—Yo intento hacer lo correcto. Pero lo más importante es tu conciencia. Ella siempre te dirá qué está bien.

—¿Qué es la conciencia?

—Una voz dentro de ti. Cuando le quitaste el caramelo a Hugo, ¿no te dijo nada?

Adrián frunció el ceño.

—Sí… pero mamá dice que son tonterías.

—¿Tú qué crees?

—No sé —admitió con sinceridad.

Lucía decidió contarle un cuento sobre un gigante bueno que protegía a los débiles. Adrián escuchó atento, haciendo preguntas. Parecía interesado.

Después, salieron al patio. Entre los niños que jugaban estaba Hugo, quien, al ver a Adrián, se escondió tras su madre.

—Adrián —susurró Lucía—, ¿qué tal si le pides perdón a Hugo?

El niño la miró, luego a Hugo.

—¿Para qué?

—Porque le hiciste daño.

—Pero él es más débil.

—Por eso mismo debes disculparte.

Adrián lo pensó mucho antes de acercarse.

—Perdón por quitarte el caramelo —murmuró.

Hugo lo miró sorprendido.

—No pasa nada.

—¿Quieres jugar conmigo?

—Sí.

Los niños corrieron hacia el arenero. Lucía sintió que su corazón se aliviaba.

Esa noche, Laura llegó más enfadada que nunca.

—Mamá, ¿qué le estás diciendo a Adrián? —espetó nada más entrar.

—¿De qué hablas?

—Me ha llamado la madre de Hugo. Dice que Adrián le ha pedido perdón. ¿Perdón por qué? ¿Por coger un caramelo?

—Por quitárselo.

—¡Pero si son niños! ¿Quieres convertir a mi hijo en un pusilánime?

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