Todo estaba perfecto hasta que volvió.
—¿Qué haces aquí? —María apenas contuvo el vaso de café al ver en el umbral de su casa a la figura conocida.
—Hola, hermanita —dijo Ana con una sonrisa burlona, empujando su flequillo largo—. ¿Acaso ya no te alegras de verme?
—¿Cómo es posible? ¿De dónde vienes? —tartamudeó María, con las manos temblorosas—. Hace ocho años te marchaste a Estados Unidos y juraste que nunca…
—Los planes cambian —contestó Ana, cruzando el umbral con paso firme—. ¿O es que acaso te gustaría que te esperara en el portal?
María retrocedió un paso, el corazón acelerado. Ocho años. Ocho años de vida estable, de rutina reconfortante, de un hogar construido con mimo. Ana examinó con mirada pausada la pequeña vivienda, ahora llena de detalles que antes no existían.
—No estás tan mal —comentó, señalando el sofá nuevo—. ¿Aún te acuerdas de cómo odiábamos esas horribles telas de flores en nuestro antiguo apartamento?
—Las recuerdo —murmuró María, aún de espaldas a la puerta—. Ana, ¿te digo la verdad? ¿Por qué has regresado tan de repente?
—¿Tan raro es que una hermana visite a su hermana? —Ana se quitó la chaqueta y se acercó al ventanal que daba al pequeño parque—. Madrid sigue igual. Los mismos bloques, los mismos niños jugando…
María dejó el café sobre la mesa. Las manos le temblaban. Ana era casi la misma de siempre, pero los ojos ahora se veían más apagados, como si llevara el peso de muchas noches sin dormir.
—¿Estás casada? —preguntó Ana, señalando el anillo de María.
—Sí —respondió, ocultando el dedo tras la servilleta—. Con Luis. De la escuela, ¿te acuerdas? El chico que siempre escribía esos poemas absurdos para mí.
—¿Luis Martínez? —Ana arqueó una ceja—. El mismo que nos gustaba a las dos en tercero.
—Efectivamente. ¿Y tú? ¿Con hijos?
—Tengo una perra —contestó Ana—. Se llama Lola, como mi abuela. ¿Y tu hija? ¿Dónde está ahora?
—En el jardín de infancia. Luis volverá a recogerla por la tarde. Van al parque…
—Qué cuento de fábula —murmuró Ana, acariciando el cristal del ventanal—. Familia, estabilidad, un hijo… ¿Todo lo que siempre soñamos?
—Ana —dijo María, acercándose con cautela—, dime qué ha pasado. ¿Por qué has vuelto ahora?
Ana se volvió, y por un instante, una sombra de tristeza cruzó su mirada.
—No me fue bien allí —confesó—. Una estúpida inversión en bienes raíces me arruinó. Ha debido cancelar mi visa. Así que vine.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé —Ana cerró los ojos un instante—. Por ahora, solo necesito un rincón donde descansar.
—Tengo una casa pequeña —respondió María, dubitativa—. Con Lucía, que ya sabe que Lee más…
—Duermo en el sofá —cortó Ana con su sonrisa clásica, aquella que siempre auguraba una petición—. Ni siquiera notarás mi presencia.
María sabía que no podía decirle que no. Aquella sensación de advertencia volvía, igual que la última vez. Pero era su hermana, la única familia que le quedaba tras la muerte de sus padres.
—Está bien —suspiró—. Pero solo unos días.
—Gracias, hermanita —Ana la abrazó, y por un momento, todo fue como en aquel pasado lejano, cuando las dos hermanas se prometían el uno al otro que las cosas no cambiarían nunca.
Por la noche, Luis volvió con Lucía. María le había avisado, pero aún así vio cómo se tensaba al ver a Ana.
—¿Tú…? —Luis apenas la saludó con un gesto.
—¿Qué haces aquí en Madrid? —preguntó seco.
—Tras una temporal de desgracias —Ana se acomodó en el sofá, hojeando una revista—. ¿Y tú? ¿Sigue siendo abogado?
—Sí —contestó Luis con calma—. Y ya no parece tan trascendental.
Ana se agachó para saludar a Lucía.
—Hola, cariño. ¿Te llamas Lucía?
—Sí. ¿Usted es prima de mamá?
—Soy tu tía Ana —contestó María, acurrucándose junto a su hija—. La hermana de mamá.
—¿Todas las madres tienen hermanas? —Lucía miró el anillo de María—. ¿Por qué mamá no me había hablado de ella?
—Es complicado —dijo María en voz baja.
—Hace mucho que no la veo —aclaró Ana—. Pero ahora vengo a visitarnos.
La cena fue un alivio inesperado. Luis y Lucía se relajaron, aunque hubo un momento incómodo cuando Ana preguntó:
—¿A dónde vais de vacaciones en verano?
—A Asturias, como siempre —contestó Luis.
—¡Cuesta encontrar playas tan bonitas! —aplaudieron las tres, y por primera vez desde que Ana llegó, María sintió que quizás todo funcionaría.
Pero sabía que no. Ana era igual que antes. Una mujer que siempre había sabido cómo moverse entre las vidas ajenas, como si fueran huecos por rellenar.
La semana siguiente pasó en un torbellino de juegos con Lucía, bromas con Luis y momentos en los que María no podía evitar observar cómo su hermana jugaba con el pelo de su marido, cómo hablaba de cosas que no alcanzaban a entender.
Un día, Ana comentó:
—¿Te acuerdas de cuando soñábamos con ser aviadores? Tú querías ser piloto, y yo, diseñadora de aviones.
—Entonces era un sueño —respondió María—. Ahora somos otra cosa.
—¿Y si el otro también es un sueño? —Ana bebió un sorbo de vino—. Olgas, ¿tú tienes miedo de soñar?
Luis sonrió, pero María notó cómo le temblaban ligeramente los dedos al apurar su copa.
Al final, todo se vino abajo. Ana no solo jugaba con su familia, sino con sus vidas. Porque el amor y los sueños, en Castilla, siempre habían sido cosas débiles, escondidas bajo piedras.
Y Ana las sabía mover.