**Diario de una vida reinventada**
Hasta los 48 años, jamás imaginé que la vida podía saber distinto. Que no había por qué pasar los días entre fogones, arrodillada con el trapeador o mendigando el aprobado de un marido por dejar los suelos relucientes. Creía, de verdad, que así era como se vivía. Que mi papel era aguantar, ser cómoda y sacrificarme sin fin. ¿Acaso no era lo normal? Así aprendió mi madre, y mi abuela antes que ella. Y a mí me tocó lo mismo.
Me llamo Rosalía. Nací en un pueblecito de Toledo. Me casé a los diecinueve —¿qué otra opción tenía si la mitad de las chicas de mi generación firmaban en el registro antes que en la universidad?—. Conocí a Javier; buen tipo, trabajador, sin vicios… o eso pensé. Pronto llegaron dos hijos: un niño y una niña. Y entonces dejé de existir como persona. Me convertí en sombra. En sirvienta. Alguien con deberes, pero sin derechos.
A Javier le aburrí rápido. «Has parido, bien hecho; ahora calla y cocina». No me pegaba, pero le encantaban las cañas con los amigos. Volvía tarde, se quejaba del jaleo de los niños, me lanzaba miradas pesadas… y a veces platos, si la cena no le gustaba. Trabajaba, sí, pero llegaba a casa como a un hostal: a comer, dormir y marcharse. Todo lo demás —la casa, los niños, las facturas— caía sobre mí.
A los cuarenta y dos, su corazón dijo basta. Murió en la mesa de unos amigos. ¿LLoré? Sí, pero por miedo, por incertidumbre… no por dolor. Mi verdadero duelo era por la vida que nunca tuve.
Tras su muerte, intenté buscar compañía. Pero solo encontraba hombres iguales: exigentes, fríos, como si una mujer no tuviera alma, solo tareas. Así que lo dejé.
Mis hijos crecieron y se fueron a estudiar. Hablábamos, pero poco. Hasta que un día reapareció Lola, una amiga de la juventud que sí había visto mundo. Me dijo:
—Rosi, ¿no crees que aún no has vivido?
Al principio me reí —¿y los niños, el marido, la huerta? ¿Eso no cuenta?—. Pero ella insistió: «Vente a trabajar al extranjero. Tus hijos ya son mayores; es tu turno». Dudé meses, pero al final me animé. Ahorramos, aprendí lo básico de inglés, y en tres meses estábamos en Irlanda. Allí, por fin, respiré.
Al comienzo fue difícil: otro clima, otra gente… pero nadie me juzgaba. Trabajé cuidando a un anciano encantador, luego en una cafetería. Por primera vez, gané mi propio dinero —y lo gasté como quise. Me compré una falda (la primera en veinte años), me corté el pelo, aprendí a manejar una scooter. ¡Con cincuenta años, surcando Dublín como una chiquilla!
Mis hijos me pidieron volver —«necesitamos ayuda con los nietos»—. Pero esta vez dije no: «No soy una niñera. Soy vuestra madre… y ahora quiero ser yo». Fue mi primera elección de verdad.
Alquilé un piso acogedor. Adopté un perro. Conocí a un hombre —Alberto, viudo, ojos color miel— que no exigía nada. Solo compañía cuando la pedía. Volví a despertarme con sonrisas, no con lágrimas.
En un año perdí diez kilos. Hice yoga. Cocino para mí, no para un ejército. La lavadora ya no me parece una hazaña. Entendí que ser mujer no es sinónimo de sacrificio.
Hasta me hice un tatuaje —un pajarillo en la muñeca— para recordar que también sé volar.
Mis hijos se enfadaron, sobre todo mi hijo: «¡Nos abandonaste!». Pero no es cierto. Les di toda mi juventud. Ahora es mi momento.
Ahora sé: la vida no te la regala nadie. Hay que tomarla. Y quien te quiera de verdad, no te juzgará por ser libre. Si lo hacen… es que nunca te quisieron, solo te usaron.
Tengo cincuenta y tres. No volveré a España. Les envío postales a mis hijos… pero no dinero. Tienen sus vidas. Yo tengo la mía.
Y lo que más me duele es pensar en cuántas mujeres siguen atrapadas como yo estuve. Sin saber que hay otra manera. Pues la hay. Pero nadie te lleva de la mano. El camino lo empiezas tú.