Tocar con la mirada y sentir la felicidad

Te cuento lo que lleva pasando mi amiga Braulia desde que tiene 19 años. Vive en el pueblecito de San Martín de la Sierra con su madre, Carmen, y su abuela, Fátima. Desde siempre sueña con que algún día le aparezca Germán, el chico del pueblo vecino que le tiene el corazón desde la infancia. Cada vez que recuerda al joven, que tiene cinco años más que ella, se le escapa una sonrisa y piensa:

Sería genial que Germán se apareciera por aquí. Pero, la abuela de él murió hace tres años y yo mismo le cuidé

Después de acabar el noveno curso, Braulia ingresó en el Centro Regional de Estudios Sanitarios de la capital, Ciudad Real. Ya graduada, trabaja como auxiliar de enfermería en el puesto de salud del municipio. A menudo se pregunta:

¿Qué es la felicidad de una mujer? ¿Existe siquiera? Vivimos las tres en una familia totalmente de mujeres y ni mi madre parece saber lo que es ser feliz. Creo que ella tampoco lo tiene claro, porque siempre cuenta cómo mi padre, a quien nunca llegué a conocer, se largó cuando supo que estaba embarazada. Y mi abuela Fátima, que crió a sus dos hijas sola tras quedar viuda muy joven, también se muestra desconcertada.

Braulia atiende a sus vecinos aun siendo muy joven, se las arregla para poner inyecciones, medir la presión y trata a los pacientes con una cortesía que les hace sentir que está allí de pueblo. Desde niña soñaba con dedicarse a la medicina: curaba a los gatitos y perritos del barrio, le echaba una manita de tierra a las rodillas de sus amigas y también sabía curar sus propios raspones y rasguños.

Hoy, al volver del puesto de salud, con la cabeza llena de pensamientos, le vuelve a dar vueltas Germán en la cabeza.

¿Por qué no puedo dejar de pensar en él? se reprende. Tal vez ya esté casado, tenga una familia numerosa y nunca sepa que lo he amado desde los trece años.

La última vez que lo vio fue en el funeral de su abuela; apenas intercambiaron palabras. Él estaba con su madre, que también lucía demacrada, apoyándose en el brazo de su hijo.

El invierno ya se ha asentado y hemos pasado la Navidad; febrero se despide. La madre de Braulia trabaja como cartero, y la abuela siempre está en casa horneando pasteles, haciendo empanadillas y mazapanes.

Al pasar por su casa, lanzó una mirada al hogar del vecino, cuya llave le había entregado su abuela Fátima cuando la cuidaba. A veces, después de fuertes nevadas, Braulia despejaba el camino hasta allí, con la esperanza de que Germán apareciera, pero

¡Buenas, abuelita! ¿Y tu madre? Ya debería estar en casa preguntó la nieta.

Ya ha venido, pero se ha ido a visitar a María, su amiga, que está un poco enferma. Pronto volverá, le llevé medicinas. Ven, siéntate, que te preparo algo. Seguro que ya te has aclimatado con nosotras respondió Fátima con su tono cariñoso.

¡Qué hambre tengo! Hace un frío que pela, y la primavera parece que se resiste a venir se rió Braulia. Pero nada, la primavera llegará y echará a volar el invierno, que se marche con sus maletas al norte. Yo adoro la primavera.

Braulia se encerró en su habitación, se tiró en la cama y volvió a imaginar a Germán. Cuando él tenía 17 años, durante las vacaciones de verano, había ayudado a su abuelo, Simón, a reparar el tejado. Un giro desafortunado casi lo hizo caer, pero el abuelo lo atrapó a tiempo, aunque una uñas clavada le hirió la pierna. Braulia, que lo vio desde su patio, corrió a su casa, tomó una venda y una pomada, y se lanzó al patio del vecino donde Germán estaba sentado con la pierna vendada, gimoteando.

¡Qué dolor, Germán! Te lo curaré ahora mismo exigió la niña, mientras él la miraba atónito.

Vaya, qué doctora has encontrado gruñó él.

No te quedes ahí, que yo de niña curaba a todo el mundo, y las vendas las hacía como una auténtica profesional le recordó su abuela.

Braulia revisó la herida y, con una voz suave, le dijo:

No es nada grave, la herida es superficial. ¿Sientes dolor?

En sus ojos azules había tanto compasión que casi le rompe el corazón. Germán, al ver aquel brillo, esbozó una sonrisa.

No te preocupes, nada duele respondió, mientras ella terminaba de vendarle. Él quedó marcado por esos ojos azules desde entonces; Braulia tenía entonces unos doce años.

Cuando Germán volvió del ejército y vio a su madre, se quedó helado; ella estaba pálida, con los labios resecos. No pudo contener las lágrimas. La madre, al fin, lloró de alegría al reencontrarse con su hijo y le dijo:

Gracias a Dios, hijo, ya estás aquí. Ahora puedo morir tranquila.

Mamá, no digas esas cosas, prometo que te ayudaré en todo le contestó Germán.

Él resultó ser un buen hijo: hacía inyecciones, masajeaba los pies de su madre, cuidaba su corazón enfermo. Conseguir trabajo y, sobre todo, poder devolverle la salud a su madre era su mayor sueño, y poco a poco lo iba cumpliendo. Con el tiempo, la madre empezó a animarse, hacía las tareas de la casa y recordaba con cariño el viejo hogar del pueblo.

¡Qué ilusión sería vivir en el pueblo! No bajar del cuarto piso, solo poner una silla en el portal y respirar aire puro. Incluso criar unas gallinitas

Así que Germán decidió volver a San Martín de la Sierra y se preparó para ir el sábado. Sabía que ir en invierno a una casa abandonada era una locura, pero le prometió a su madre que iría el fin de semana a ver cómo estaba todo. Los ojos de su madre brillaron de alegría y él decidió no perder el tiempo. Aunque pensaba que el sueño de su madre era una ilusión, debía cumplirla.

Al bajarse del autobús, se quedó sorprendido al ver la carretera despejada por una tractor, que llegaba justo a la casa de la abuela Fátima, a la que solía ir cada año y que nunca quería dejar. Pensó:

Voy a tener que cortar la nieve hasta la mitad del camino

Pero el camino estaba limpio hasta la verja y, después, hasta el portal, con tres escalones también libres, y sobre el portal había un viejo escoba.

¿Quién habrá limpiado todo esto? ¿Tal vez alguien ya se ha mudado allí? se preguntó.

Las ventanas estaban cubiertas con ligeras cortinas que recordaba, hechas a mano por la abuela en su vieja máquina de coser. Ella siempre les gustaba mirar por la ventana sin taparlas. Germán subió al portal, sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta. De pronto escuchó una voz alegre detrás:

¡Hola! Hace mucho que no estabas por aquí, te estaba esperando, sentía que algún día volverías.

Germán se sobresaltó y casi se cae del portal. Allí estaba una chica alta y guapa, vestida con un abrigo de piel y un gorro blanco esponjoso; sus ojos azules brillaban como el cielo. Tenía un rubor natural en las mejillas y una sonrisa que iluminaba todo.

¿No me recuerdas? Soy la nieta de la abuela Fátima ya sabes, recuerda.

Él la reconoció al instante: era la niña que le curó la pierna, la que nunca le dejaba sentirse solo. Los recuerdos brotaron, pero el nombre se le escapó.

Soy Braulia, ¿acaso no te suena? dijo ella, sonriendo.

Braulia, claro, Braulia exclamó Germán, recuperando la memoria. Sí, te curé la pierna Tenías el pelo recogido en dos trenzas, largas y rubias, y una sonrisa que me dejó sin aliento.

¿Entonces me recuerdas? preguntó ella, con una sonrisa de oreja a oreja.

Braulia lo invitó a pasar, a tomar un té con mermelada de cereza, y le presentó a su madre y a su abuela, que se retiraron a la sala después del emotivo reencuentro.

Mi abuela estaba enferma últimamente y no quería preocupar a mi madre… Yo la cuidaba, le llevaba comida. Desde niña quería ser médica y ahora trabajo como auxiliar aquí le explicó Braulia.

Yo todavía recuerdo cómo me curaste la pierna, y cómo lo hiciste con tanta seriedad que no quedó ni una cicatriz se rió Germán.

¡Anda! dijo ella, riendo. Es que siempre te quise desde siempre (se sonrojó y se tapó la boca, sin esperarse esas palabras).

Él se quedó sorprendido.

Sí, eras una chavala alta, pero siempre te respeté cuando vi lo bien que me atendías contestó él, aunque sus palabras delataban que ella había confesado sus sentimientos.

Braulia le entregó la llave de la casa de la abuela.

Mira, la abuela me la dio cuando ya estaba enferma, y me dijo que volverías algún día, quizá incluso a quedarte aquí dijo, sonrojándose de nuevo.

Quédate con la llave le respondió Germán. Vamos a la casa.

Al entrar, Germán quedó asombrado. Todo estaba limpio y ordenado, como si la abuela acabara de salir. Sentía que debía su agradecimiento a Braulia y la miraba con gratitud.

Tengo que volver a casa, pero prometo regresar. Vendré con mi madre, que necesita ese aire puro del campo. Pondremos la casa en orden y tú me esperas. No podrás olvidarme, tus ojos brillantes me persiguen dijo, mientras el corazón de Braulia latía feliz.

Germán se dio cuenta de que quería volver, tocar con la mirada ese lugar y sentir la felicidad. Ya no podía imaginar su vida sin esa chica.

Qué suerte que Braulia siga soltera, qué suerte que haya venido pensó mientras la veía subir al autobús, con ganas de reír y cantar.

Al subir al autobús, exclamó:

Mi abuela tenía razón, volveré y no dejaré que nadie se lleve a Braulia.

Braulia volvió a su casa con una sonrisa, sabiendo al fin qué es la felicidad de una mujer.

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