— Tienes un mes para desalojar mi apartamento, declaró la suegra.

¡Tienes un mes para que desocupen mi piso! —dijo mi suegra, tajante.

Llevábamos Andrés y yo dos años juntos. Nos queríamos, planeábamos un futuro y al final decidimos casarnos. Yo siempre había tenido una relación cordial, incluso buena, con su madre, Carmen López. La respetaba, escuchaba sus consejos y procuraba no llevarle la contraria. Parecía feliz con nuestra relación, siempre amable, sin hacernos pasar un mal rato. Creí que había tenido suerte.

Fue ella quien nos ayudó a organizar la boda. Mis padres apenas pudieron aportar un regalo modesto, pues no andaban bien de dinero. Carmen se encargó de todo: desde el restaurante hasta el coche de alquiler. Se lo agradecí de corazón y sentí que casi éramos familia.

Pero todo cambió los primeros días después de la boda.

—Bueno, niños —dijo durante una cena familiar—, he cumplido con mi deber. Crié a mi hijo, le di estudios, lo ayudé a salir adelante y ahora lo he casado. No se me enfaden, pero quiero que en un mes se muden de mi piso. Son una familia y deben valerse por sí mismos. Es importante. Sí, quizá les cueste, pero así es la vida. Aprendan a ahorrar, a buscar soluciones y a tomar decisiones de adultos. Yo, por fin, voy a vivir para mí.

Al principio no entendí qué pasaba. Me entró calor, el corazón se me aceleró. Luego, frío. ¿Cómo? Si ayer éramos sus “queridos” y ahora, sin más, nos echaba de casa. Y, por lo visto, tampoco tenía interés en ver a sus nietos…

—Si esperaban que yo me quedaría cuidando a sus hijos, olvídenlo —añadió con calma—. Soy madre, no una abuela niñera. Le dediqué toda mi vida a Andrés. Ahora quiero vivir para mí lo que me queda. Mi casa siempre estará abierta para ustedes: un café, una celebración. Pero no cuenten con ayuda constante. Llegará el día en que lo entenderán.

Me quedé sentada, conteniendo las lágrimas. Andrés y yo ni siquiera nos habíamos instalado bien, seguíamos en su piso. ¿Y ahora qué? ¿Maletas y a la calle? ¿Alquilar? ¿Ir de aquí para allá? Todo por culpa de una mujer a la que casi veía como una segunda madre…

Me enfurecí. Me pareció una traición. Muy cómoda ella en su piso de tres habitaciones, ¡solita! Mientras nosotros tendríamos que buscar donde acomodarnos. Además, Andrés tenía parte de esa propiedad —había crecido ahí, ¿y ahora tenía que irse así como así? ¿Y sus nietos? ¿Acaso las abuelas no sueñan con cuidar a los niños, compartir su amor? Pero ella ni siquiera quiso saber.

Lo que más me sorprendió fue que Andrés no discutió con su madre. Al contrario, enseguida se puso a buscar otro piso y un trabajo mejor pagado. Decía que ella tenía razón, que ya éramos una familia y debíamos construir nuestra vida solos.

Yo no entendía: ¿por qué? ¿Por qué había sido tan fría? ¿No podía esperar unos meses? ¿O al menos ofrecer ayuda para buscar un sitio? Mis padres no podían apoyarnos, pero yo creí que al menos tendría a mi suegra cerca. Pero al parecer, no.

Ahora estamos haciendo las maletas. Y cada noche me pregunto: ¿tenía razón? ¿O simplemente estaba cansada de fingir?

¿Tú qué crees?…

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MagistrUm
— Tienes un mes para desalojar mi apartamento, declaró la suegra.